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El otro día nos juntamos algunos de la promoción de Derecho Económico. En un momento dado preguntamos si estábamos contentos siendo abogados. «Sí, claro, cómo no». La nobleza de la profesión y todo eso. Su solera, su tradición, su categoría. Más tarde, con un mayor ... barniz de sinceridad aquilatado por los efluvios de Baco, alguien se desmarcó con un «oye, pero en serio… ¿qué querríais ser de verdad?». A ver, nos salieron: una clínica veterinaria, una floristería, un taller mecánico, un biólogo, una psicóloga y un escritor (no revelaré el nombre de este último).
¿Y por qué acabamos de abogados? ¿Somos menos felices por no tener una profesión de película? Un estudio psicológico dice que nuestra felicidad está en un 50% en nuestra genética, un 40% en nuestra actitud y solo un 10% en las circunstancias que tengamos (léase: nuestro trabajo concreto). Así que no tener la floristería da un poco igual. Aunque también estará genial atreverse a abrirla en un futuro. Ser algo (abogado, ingeniero o albañil) no es lo importante. Importa el para qué lo seamos. Es como la anécdota de Péguy que, viendo a tres canteros picando piedra, les preguntó qué hacían. El primero dijo que sufrir para sacarse un dinero. El segundo, que estudiar la cantera para elegir las mejores piedras. El tercero contestó que estaba ayudando a construir una catedral.
Supongo, entonces, que para realizarse hay que trascender del mero trabajo. Poner pasión (el 'cómo' del segundo cantero) y un 'para qué' (del tercero) en todo. Y con eso vale. Al menos, para ser feliz. Que no es poco. Sin perjuicio de que siempre podamos seguir soñando con la floristería. Y abrirla algún día.
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