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Las elecciones para la Presidencia en los Estados Unidos representan cada cuatro años un momento estelar y de máxima relevancia para la democracia. En esta campaña de 2020 aún más. No solo por los alarmantes asuntos domésticos (pandemia, disputas raciales, polarización política, violencia), sino ... porque en un mundo crecientemente multipolar y en tránsito desde el orden liberal construido a partir de la Segunda Guerra Mundial (triunfante tras la desaparición del bloque comunista), hacia otro orden, aún incierto y a su vez en proceso de definición y regulación (denominado de competición estratégica entre potencias), la figura del presidente de la primera potencia resulta un elemento decisivo e imprescindible para la viabilidad de cualquier sociedad internacional y cualquier configuración del poder que resulte de este proceso globalizado de transición.
El debate sobre las consecuencias que tendrán las elecciones sobre el orden internacional se encuentra en plena ebullición. Los autores liberales, por una parte, reconocen que el mundo de 2021 ya no será como el de 2016 y sus años precedentes. La consolidación de las potencias y el establecimiento de criterios nacionalistas se han hecho presentes y no se advierte un cambio de orientación en el pensamiento dominante. Por el contrario, los cambios que se pronostican a partir del progreso de las revoluciones tecnológicas hacen predecible un movimiento disruptivo aún mayor y por consiguiente unos escenarios económicos y sociales de incertidumbre, si no mayor que el actual, al menos constante. Los mapas mentales realistas, por su parte, proponen dos modelos para el futuro, o un conflicto entre grandes potencias o un concierto de grandes potencias similar al del siglo XIX en Europa. O incluso anticipan la posibilidad de que el desorden creado por las fuerzas radicales y antisistema de diferente signo se perpetúe.
Sin embargo, a pesar de que la polarización entre los dos grandes partidos pudiera trasladar la idea de que la doctrina norteamericana también pudiera entrar en 2021 en una nueva etapa de cambio, si se confirmara el sentido de las encuestas que dan una ventaja considerable a Joe Biden, lo cierto es que la trascendencia del momento histórico debe de hacer pensar que también es posible que se abra la puerta a la elaboración de una estrategia de convergencia teórica y de pragmatismo en los planteamientos políticos de cualquier nueva administración. El mandato de Donald Trump tiene elementos atribuibles a la personalidad del presidente, como en todos los casos ocurre, pero tiene otras características que devienen del periodo histórico de disrupción tecnológica y global en el que vivimos.
Y así en cuestiones como el comercio internacional, la protección de los mercados nacionales frente a la globalización, si es que ésta atentara contra las condiciones de la estructura económica interna de los Estados o el propio Estado del bienestar, puede convertirse en un paradigma que obligue a unas dinámicas de renegociación de los marcos regulatorios de intercambios. Pero sería más improbable que esas prácticas derivaran en decisiones proteccionistas extendidas y universalizadas y que éstas, a su vez, propiciaran otras políticas aislacionistas que afectasen al sistema y la seguridad mundiales.
La horizontalidad de esa relación entre potencias va a exigir altas dosis de prudencia, el incremento de la actividad diplomática y la generación de marcos de cooperación y negociación permanentes. En torno a temas específicos de gran importancia global, como es la reducción de los arsenales atómicos. El próximo año, la renegociación del Tratado Start III, firmado por Obama y Medvedez en 2010, pondrá a prueba la capacidad de las dos superpotencias nucleares (EE UU y Rusia) para adaptarse a los nuevos tiempos (la presencia de China), tal y como históricamente supieron adaptar las negociaciones estratégicas a los marcos de la guerra y la postguerra fría. O en torno también a grandes temas globales que como el del clima parece difícil de obviar. Aunque en este mandato el presidente Trump haya optado por salirse del acuerdo internacional firmado en París, en el futuro se podría pensar en negociar la reincorporación norteamericana al tratado.
Con respecto a China, distintos teóricos coinciden en la necesidad de buscar equilibrios políticos y diplomáticos, pero sin caer en la infravaloración de los riesgos, aunque tampoco en una sobrevaloración de las amenazas. El politólogo liberal Joseph Nye empieza a hablar de una smart competition strategy porque, según él, la relación requerirá una importante dosis de inteligencia contextual y una dirección prudente por parte de ambas potencias para no verse envueltas en tensiones motivadas por errores de cálculo. «A medida que crece el poder chino, el orden internacional liberal americano tendrá que cambiar. China tiene poco interés en el liberalismo o la dominación americana. Los estadounidenses harían bien en descartar los términos «liberal» y «americano» y pensar en términos de un orden mundial abierto y basado en reglas», asegura Nye para recomendar que el futuro del liberalismo pase por asociarlo a la cooperación institucional en vez de a la promoción de la democracia. Pero el liberalismo es una doctrina que enlaza la libertad individual con la igualdad de oportunidades y las democracias no pueden perder sus valores en el avance de las libertades, el respeto por los derechos y la promoción de una actividad económica próspera y además responsable en la lucha contra la desigualdad. Por ello la reconfiguración de un nuevo orden debe de concebirse en los países democráticos y en sus alianzas como una oportunidad para revisar comportamientos, pero no para ceder en los fundamentos.
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