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Este miércoles me despertaba con una noticia desalentadora pero, en absoluto, sorprendente, porque mis ojos y los vuestros han sido testigos de ello: el sangrante ... cierre de comercios locales en las calles de Cantabria. No hace falta leer el periódico para darse cuenta. Sólo hay que pasear por nuestras calles para ver que muchos de los comercios que nos alimentaron, dieron abrigo y regalaron ilusión a lo largo de tantos años cuelgan en las puertas que entonces anunciaban nuestra llegada sus propias esquelas. Tristemente, cada vez hay más escaparates vacíos donde el polvo empieza a posarse con la certeza de que puede acumularse porque nadie va a evitarlo. Una auténtica escena de abandono.
Sería fácil echar la culpa a los políticos, que en parte la tienen, no lo podemos negar. Igual que nosotros, un alcalde y sus concejales, o la presidenta de nuestra comunidad y los miembros de su Gobierno pasean por las mismas calles (o, al menos, deberían). De hecho, sus ojos, debido a su responsabilidad y presumible vocación, debieran estar en alerta y más entrenados que los nuestros para ver el problema. Y especialmente quienes están en un Gobierno autonómico tienen herramientas y presupuesto para evaluarlo y poner solución. Esto es lo que se espera de la política.
Sería fácil echar la culpa a los rentistas y los precios de sus locales, que también. Porque al igual que pasa con la vivienda, de estos propietarios no se espera conciencia social a la hora de establecer el valor de su propiedad. Ellos tienen el derecho a marcar el precio acorde a sus cuentas, igual que un autónomo elegir el local que cumple sus expectativas.
Podríamos pensar que los pequeños comercios no ofertan aquello que demandamos pero, ¿acaso ofrecen productos que no compramos en otras superficies? Todos sabemos que tienen lo mismo, e incluso mejor.
Esto va más allá y el principal arma está en nuestras manos y no somos conscientes. Somos la ciudadanía la que, con actos tan sencillos como elegir dónde compramos, cavamos el hoyo en el que caen estos comercios que nos llaman por nuestro nombre y nos preguntan por la familia.
La comodidad de recibir en casa, satisfacer de forma inmediata una «necesidad» –si es que realmente lo es– y esperar unos precios al menos iguales que los de una franquicia o una tienda online, son las principales causas de que se cierren las persianas para siempre.
Debemos hacer un ejercicio de balance incómodo que, a priori, a simple vista, si sólo valoramos el confort y el precio, parece salir negativo. Aunque no siempre, porque en muchas ocasiones los precios de estos comercios son más bajos y ni siquiera lo vemos porque vamos a la compra con la visión de túnel configurada. Como autómatas, tomamos la decisión que creemos más cómoda como si no hubiera otra mejor, pero sí la hay. Si en esta balanza quitáramos el egoísmo y relativizáramos el verdadero valor de las cosas, a la vez que añadimos todos los beneficios del producto de cercanía –incluido el medioambiental–, saldríamos ganando todos.
Un libro es más valioso si lo compras en una librería tras la recomendación de la dependienta. Un filete sabe mejor si lo compras en la carnicería del barrio, al igual que un tomate de Isla tiene un sabor que no encontrarás en otros. Y, por supuesto, un hojaldre de Torrelavega es mucho mejor en una pastelería de toda la vida que cualquiera de los que puedas comprar envuelto en plástico y a golpe de click.
Esta es una pequeña revolución que debemos iniciar si no queremos que nuestras calles mueran bajo nuestra mirada impasible. Convirtamos en parte de nuestra cotidianidad entrar y comprar en los comercios locales. Demos así, también, impulso a los productos de cercanía, a nuestros pequeños productores, que también compiten con auténticos gigantes.
Despertemos y seamos protagonistas de este cambio, porque, de verdad, no cuesta tanto y vale mucho para quien levanta esa persiana cada día y para quienes cultivan y elaboran esos productos que tan orgullosos nos hacen sentir de Cantabria.
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Ana del Castillo
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