Comiéndose un helado, mientras Trump está a las puertas de poner patas arriba la democracia estadounidense, anuncia Biden un inminente alto el fuego en Gaza. Bienvenido sea si sirve para liberar a algunos rehenes israelíes bajo tortura de Hamás, aunque intercambiándolos por yihadistas encarcelados. No ... será el inicio de un proceso de paz, sino un aliviadero momentáneo, casi un espejismo, porque Israel no cederá el control de Gaza a medio plazo.
Como nunca antes, Gaza ha destapado la caja de los truenos. El Estado de Israel tiene por delante, probablemente, el mayor reto existencial de su historia: posibilitar la quimera de los dos Estados con Palestina sin autodestruirse en el camino por las tensiones crecientes en sus marcadas fracturas sociales internas. El mayor obstáculo a una solución son los asentamientos israelíes que agujerean Cisjordania, que ya en el plan de paz de Trump de 2020 dinamitaron cualquier posibilidad. Entonces, Netanyahu declaró la soberanía de Israel sobre las colonias ilegales.
Es un planteamiento que puede resultar chocante, desde luego, pero no estúpido conjeturar que la apuesta de futuro de Hamás e Irán sea explotar las fisuras inherentes al pueblo israelí hasta convertirlas en fracturas intratables. A la vista de las fuerzas antipalestinas que confluyen en el actual Gobierno Netanyahu, cabe que la masacre del 7 de octubre de 2023 en suelo israelí haya sido planificada por Hamás asumiendo la premisa de que Tel Aviv no tenía otra opción que invadir Gaza y barrerla desde el norte hasta Egipto, tratando de expurgar activos de Hamás. Israel no podía dejar de contraatacar porque su actual correlación de fuerzas llama al control y a la ampliación territoriales. Si no hubiera invadido Gaza, el Gobierno israelí habría caído, a riesgo de ser sustituido por otro más radical.
La fundación de Israel se inspiró en un sionismo de base laica y cooperativa. Oleadas migrantes de askenazíes procedentes de Europa, huyendo del nazismo y su Holocausto, establecieron las bases del nuevo Estado, resucitaron la lengua hebrea y provisionaron al pueblo de instituciones, nutriendo los ejércitos, los servicios de Inteligencia, las universidades y el aparato burocrático. La mayoría askenazí era muy diferente en fenotipo, en costumbres y en práctica religiosa respecto de las posteriores migraciones, las de judíos mizrajíes procedentes de países árabes y las de sefardíes iberoamericanos.
Hasta los años 90, la institucionalización del país, el servicio militar y el hebreo sirvieron de polos magnéticos para unir fuerzas con tendencia natural a repelerse mutuamente. Ahora, la demografía está cambiando Israel. Las comunidades que más crecen en el territorio son los haredíes, ultraortodoxos en religión, segregacionistas en convivencia y antisionistas en lo político, esto último con matices; y los árabes israelíes no judíos, palestinos con ciudadanía de Israel. En paralelo, los años han acentuado los asentamientos judíos ocupando terrenos palestinos en Cisjordania y Jerusalén por comunidades de un judaísmo ortodoxo cerrado y arabofobia hostil que rechaza cualquier idea de un Estado palestino.
La Knéset o Parlamento israelí, muy atomizada por un diseño legal que otorga peso asimétrico a las minorías, está muy escorada hacia un radical rechazo al entendimiento con los palestinos y aboga por el bloqueo de la solución de los dos Estados, la ampliación de los asentamientos y la panjudeización de Palestina.
De un modo o de otro, la conjunción de fuerzas arabofóbicas y panjudías, cuando no iliberales y en cierta manera antidemocráticas, ha acabado conformando Gobierno alrededor de los restos del Likud de Netanyahu, que, para más paradoja, es heredero de los acuerdos de Camp David con Egipto de 1979. Al Likud no hay quien lo conozca, igual que le ocurre a Israel. Las fisuras sin curar siempre subyacentes al pueblo israelí ahora son fracturas contenidas por una férula inestable. Ese equilibrio más que nunca precario en su seno ha tenido en el reciente despropósito del Ejecutivo Netanyahu de injerencia en el poder judicial, y en la conocida contestación en las calles, con epicentro en Tel Aviv, un embrión todavía no de confrontación civil, pero sí paradigmático de una escisión social.
En definitiva, si las tendencias demográficas se mantienen, en paralelo a una ecuación política gradualmente iliberal, antipalestina, segregacionista, territorialmente expansionista y religiosamente fundamentalista, el alineamiento con las posiciones tácticas de Hamás y de Irán puede que parezca alejarse a corto plazo, pero a costa de que una convergencia indeseada con la estrategia islamista de destrucción de Israel se alimente de cara al futuro del deterioro del tejido interno de la sociedad israelí. Como si el yihadismo que busca destruir Israel hubiera dilucidado que lo eficiente es echar gasolina al fuego interno que va quemando, poco a poco, al Estado de Israel.
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.