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Cualquiera que visitase el centro de París o de Madrid hace medio siglo aprendía intuitivamente la diferencia entre 'denotación' y 'connotación'. El anuncio en la calle de que un hotel ofrecía «agua en las habitaciones» era en París el primer anuncio de la cochambre que ... te esperaba y lo mismo sucedía en la capital con el reclamo de «gas en cada piso», síntoma inequívoco de vetustez. Lo que antaño fue modernidad había visto cómo el paso del tiempo desfiguraba la propaganda inicial.
El papel de la ideología consistió siempre en evitar que esa mutación fuera percibida. El lingüista danés Lev Hjemslev dijo que la ideología era la forma de los significados de connotación y precisamente la elaboración y el análisis del discurso político se centran en ese hecho. Incluso cuando un político anuncia un proyecto de carácter neutro, objetivo, se ve empujado a servirse de la connotación, para remarcar su positividad.
En la vertiente opuesta, la connotación puede ser también codificada, de manera que el simple uso de un calificativo o incluso de una expresión permite localizar al emisor, identificarle y con frecuencia descalificarle de antemano. En Euskadi y en Cataluña, el uso de «español» ilustra sobradamente tal circunstancia, bastando con inscribir al así nombrado en un círculo donde son adjudicadas otras identidades. Claro que a veces sucede lo contrario. El mejor ejemplo histórico es la calificación de «mambises», peyorativa para los insurrectos dominicanos de 1861-65 y luego identidad asignada a los patriotas en armas de Cuba.
El mundo de Pedro Sánchez es menos complicado. A diferencia de todos sus predecesores, gobernantes u opositores, desde la Transición, la connotación desaparece del mensaje político porque ha desaparecido la argumentación. Está solo en el rótulo, como seña de identidad de una política que al ser «progresista» lleva consigo todos los bienes e incluye a todos los que le apoyan, cargados de progresismo por el hecho de apoyarle, sin que los contenidos importen. Para ser operativa, tal simplificación abusiva, que convierte a los ciudadanos en unidades de un rebaño político, requiere la entrada en escena de un polo contrario, el polo del Mal, tan multiuso como el támpax del célebre anuncio, y, claro, personificado en el partido de oposición.
Desde los éxitos de la propaganda totalitaria de hace un siglo, el tinglado funciona muy bien, a partir del principio de psicología social que fundamenta su eficacia sobre la propensión a aceptar un mensaje mil veces repetido, con suficiente modulación en el énfasis y en la credibilidad de los transmisores. El resultado es el coro socialista de papagayos que encabezan un día tras otro Félix Bolaños y María Jesús Montero, casi siempre con otra ministra de telonera: «En el marco de la Constitución…», «en el marco de la Constitución…», «de absoluta conformidad con la Constitución…». Lo que vale para enmascarar que no tienen una sola idea para defender la constitucionalidad de la ley de amnistía es una técnica aplicable a cualquier otro asunto.
En la misma línea, Yolanda Díaz se atiene a las reglas que traza su jefe político. Desde que está en primera fila, se han perdido la frescura y el espíritu de consenso que le dieron popularidad en sus tiempos de simple ministra de Trabajo, con Pablo Iglesias en la vicepresidencia. Todo se reduce a sobreactuar sin éxito, para dejar claro ante los espectadores que ella es la cabeza del Gobierno en lo social, para justificar el rótulo de 'sumar', añadiendo un 5 donde el Ejecutivo, del cual al parecer no formaba parte, ponía un 4. Está afectada por la misma alergia forzosa a argumentar y a reflexionar que Bolaños, Montero o la ministra-portavoz, ya que cuanto hace es, en sus palabras, positivo «para los intereses de los trabajadores y trabajadoras», y si alguien se opone, ejemplo Podemos, el discrepante perjudica a los intereses, etcétera, etcétera.
El empobrecimiento de su discurso se acentúa cuando intenta respaldar alguna de sus falsas evidencias. Recuerda la preocupación en los años 70 de un historiador catalán del movimiento obrero ante la posibilidad de que su obra fuese incomprendida, que para evitarlo llevó a vivir a un sindicalista a su casa, y se la iba leyendo para que refrendase sus contenidos. Yolanda debería hacer lo mismo con la o las madres del colegio de su hija, para así contar con coro permanente de irritadas por la traición de Unidas Podemos (UP). Hacer otro tanto con los taxistas ya resulta más difícil.
Así que cuando intenta servirse de la connotación, lo hace con torpeza y suscita una respuesta agria. Ha sucedido al excluir a UP de la palabra en el hemiciclo: no contáis, salvo para votarme. Y dijeron 'no'. Les ofrecía una silla en un rincón para su mudez. Habría sido mejor imitar a las mozas del cuento de 'Las mil y una noches', que le dicen al joven incómodo para ellas: «Déjame contemplar la amplitud de tus hombros». Las despedidas, al menos con elegancia.
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