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Está a punto de acabar el largo partido por el poder que enfrentó al PP de Feijóo con el PSOE desde las elecciones andaluzas. En apariencia, están empatados a veintiún puntos, pero todos los espectadores saben quién será el ganador, aun cuando los números le ... permitan al político gallego efectuar el saque.
Fiel a su estilo, en la noche electoral, ante sus correligionarios, Pedro Sánchez anunció su victoria, y no solo su ventaja, añadiendo que era expresión de esa «mayoría» que quería avanzar, frente a quienes buscaban en todo «el retroceso». Como siempre, no existe para él otra realidad que la expresada por él mismo de acuerdo con sus propios intereses, y nada le afecta que el bloque de la derecha obtuviera sobre el de la izquierda una victoria pírrica, pero victoria al fin.
Para que los números le salieran, tenía que contar de antemano con una serie de partidos que no solo se colocan al margen de ese feliz avance de España, sino que buscan todo lo contrario: la separación. Sánchez ha creado una versión 'progresista' del trumpismo, esto es, de la estrategia de imponer en todo y sobre todo la visión de la realidad del líder como única válida en la escena política. Así que esa falacia no importa, ya que la necesita para respaldar su aspiración de poder, a partir de un maniqueísmo de uso personal que le permite rechazar de plano al constitucionalismo del PP y buscar en cambio para gobernar la alianza del prófugo que encabezó la fallida independencia de Cataluña. Los servicios prestados para enmendar el engendro del 'solo sí es sí', o en los ayuntamientos de Barcelona o Vitoria, nunca liberarán a Feijóo de recibir una tajante descalificación por Sánchez y su coro de fieles.
Con los resultados en la mano, la apertura a Puigdemont servirá de base para un nuevo período de gobierno de Sánchez, sin otras dificultades que las creadas por la exigencia formal de constitucionalidad para una reforma del régimen. Ahora tanto Pedro Sánchez como los independentistas catalanes necesitan el acuerdo. Sin él, las nuevas elecciones son inevitables para el líder socialista, y el riesgo de un desplome súbito del 'procès,' real para el dúo catalán. En principio, todo iba bien para ERC. Una vez alcanzados los principales objetivos en la mesa de diálogo, solo faltaba ir hacia alguna forma de referéndum; pero la escena cambió con la fractura del frente catalán.
La impresionante deserción del electorado independentista, ante esa guerra interna, y la puerta abierta por PSC (y Comunes), hace que ambos se vean hoy forzados a salvar la cara, y también a evitar un nuevo choque frontal. El voto por la Alcaldía de Barcelona, ganado por el PSC gracias al PP, fue el punto de inflexión. La elección de Maritxell Batet para presidir el Congreso será el signo de que todo está resuelto, después de una negociación inevitablemente críptica.
La fórmula puede ser un referéndum consultivo, en el que por supuesto no se vote la independencia de Cataluña, sino consolidar y garantizar su autogobierno, satisfaciendo todas las exigencias financieras y fiscales que ya están sobre la mesa. Obstáculo: las palabras 'nación' y 'soberanía' deberían estar presentes para satisfacer las demandas de ERC y Junts. Y el círculo se cierra con la necesidad de amnistiar, dando con el concepto adecuado, como antes frente a la sedición. Y que Puigdemont regrese en su momento satisfecho, después de haber elegido al presidente del Gobierno de España.
Nada de esto habría sido posible sin Vox, que con su programa electoral y el órdago sobre el PP en autonomías y ayuntamientos tuvo la gentileza de descubrir su verdadero rostro, en cuanto a intransigencia y a objetivos políticos. Feijóo ha pagado caro y merecidamente aquí sus vacilaciones, si bien pocos esperaban el jaque al rey planteado por Abascal. El 23J ha sido un referéndum masivo antiVox, capitalizado para bien por el PSOE, en Euskadi y Cataluña. Sánchez acertaba: España no quiere retroceder.
También valió la pena trocar Podemos por Sumar. El arca de Noé presidida por Yolanda Díaz tiene aún muchos vacíos, poco costosos por su papel de complemento de izquierda en cuestiones sociales y económicas. Y en cuanto al réquiem por Podemos, esperemos que sea definitivo. Su vocación antisistema y el liderazgo caudillista de Pablo Iglesias cercenaron un impulso de cambio que perdió la ocasión de serenarse en 2019, con el apresuramiento para llegar al Gobierno cuando les faltaba preparación y sobraba sectarismo.
Ahora toca a Yolanda Díaz ajustarse a su papel bajo la presidencia de un líder como Pedro Sánchez, dispuesto más que nunca a consolidar y perpetuar su poder, por encima de los usos democráticos. La voluntad, ya visible, de aplastar al rival que se atrevió a disputarle la primacía, y que no debería exponerse a un ensayo inútil de investidura, sería una clara muestra de que insiste en exhibir su omnipotencia personal, verdadera amenaza para la convivencia política. Mirando al futuro, para nada necesitamos regresar al imaginario de la Guerra Civil y al grito de «No pasarán».
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