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Baja del cielo a la tierra, en deslumbrante parábola, un haz iluminador que muta la noche en día. Nunca han visto los tiempos nada tan vivificador desde que Dios Padre en las alturas clamó al inmenso vacío: «¡Hagase la luz!» Y la luz se hizo. Día primero.
En el oscuro proscenio, el rayo de luz dibuja tres figuras estelares: José abraza a María, María acuna a Jesús, Jesús ofrece sus desnuditos pies y manos a la mula y al buey que le procuran calor con su samaritano aliento.
Los alborozados ángeles del cielo tocan laudes, sonajas y caramillos, cabalgando algodonosas nubes. Y zambombas y panderos, los pastores en las peñas que pelan a rape con las quijadas sus famélicos corderos. La gloria a todos alcanza: «¡Hosanna en el cielo! ¡Hosana en la tierra! ¡Hosana a la gente de buena voluntad! ¡Bendito el venido en nombre del Señor!».
Él ha llegado. El Mesías, el Salvador, el Ungido, el Anunciado. La estrella con cola de plata que señala el lugar del natalicio celebra cumplida la profecía de Isaías: «Una joven pura dará a luz al hijo de Dios». Contra la cual siempre se alzarán los descreídos, quienes ponen en duda los altos designios del cielo: «¿Madre y virgen a la vez, cómo puede ser?».
Natividad. Dos milenios de universal memoria. Hace unas ocho centurias, Francisco, el Poveretto de Asís, representó por vez primera el nacimiento de Jesús en Greccio, un pueblecito italiano. El Belén soñado, semoviente. Con todos los lugareños de figurantes y una sola figura, la del Niño, en terracota. Tierra y agua en feliz comunión. Dúctil material de que se valió Dios Padre para hacer al primer hombre a su imagen y semejanza. Barro somos. Con el soplo de espíritu vivificador que por el Sumo Hacedor nos fue insuflado. Y del que tan mal uso hacemos.
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