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Reina Victoria. Paseo marítimo sin parigual. Una privilegiada panorámica sobre la bahía santanderina, que bendita sea la madre Naturaleza que en buena hora la parió ... de pie. Al parto, asistió la diosa Fortuna con laureles en las manos y ajorcas cascabeleras en los tobillos. Por lógica elemental, su trazado se impuso para conectar el centro de la ciudad con el asilvestrado Sardinero. Una mano de avenida, la norteña, con señoriales construcciones, muy maltratada por la falta de unanimidad en el propósito urbanístico. Y la otra mano, la orientada al sureste, desde San Martín hasta la llamada curva de las Viudas, y ya al este pleno, desde la ensenada del Camello hasta la plaza de Italia (antes, del Pañuelo). Abreviando: con vistas a la bahía en el tramo inicial, sanmartinenco, y a mar abierto en el segundo.
Al vecino de la ciudad no es preciso explicarle la diferencia. La bahía tiene un ritmo propio, más doméstico y domesticado, como de andar por casa. Y el Sardi, un ritmo indomeñable que alterna pleamares con bajamares y jornadas de mar bella con jornadas de sonoros maretazos. Por no hablar de las horrendas galernas del Cantábrico, tan salvajes y letales.
Abajo, a pie de bahía, en la avenida de Seve, el Museo Marítimo del Cantábrico (MMC) es visita poco menos que obligada. Y las playas que de oro macizo se visten para contemplar la refulgencia de los fronteros arenales del Puntal. Playas continentales de Los Peligros, de la Magdalena, de Bikini (o Bikinis), Espigón, Mareógrafo, Embarcadero Real, Faro de la Punta de la Cerda, la península de La Magdalena con el Palacio en tono menguante por la incesante altura de los pinos, el Camello, la Concha y la Primera del Sardinero.
En el plano urbano, la avenida desde donde tanto Santander se ve acaba por donde el antiguo Rhin. Hoy, Maremondo. De momento.
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