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Mediado el siglo XIX, todo el mundo en Santander denostaba el boquerón del muelle. Cuya boquera grande, con las solaneras y las bajamares olía a inframundo marino y provocaba insufribles arcadas.
El 28.07.1865 'La Abeja Montañesa' riñe a la Alcaldía: «Y siguen los ... aromas». Refiere los provocados por el desembuche de la alcantarilla portuaria. Cuya eliminación reclama en beneficio de la higiene ciudadana. Y denuncia que en plena canícula no hay estómago que resista las emanaciones del asqueroso boquerón y que hasta las personas con más estómago se muestran incapaces de atravesar sin vomitar, en bajamar, el espacio comprendido entre el Consulado y la primera casa del señor Bolado».
El periódico atrona: «¿No es una vergüenza que los forasteros llegados a Santander tengan que huir con náuseas del muelle por mor de nuestra falta de higiene y aseo?» Y rechaza la incuria municipal: «¿No es desconsolador que una reforma tan sencilla y reclamada no llegue a verse realizada en obsequio de la salud pública?
La demanda en nombre de toda la población aún tardó en llegar. Con infinitos e insufribles efluvios intermedios. Pero como no hay mal que cien años dure ni cuerpo que lo resista... el 11.09.1869 indicado diario, al fin, voltea campanas de alivio: «¡Hosanna! Ya no existe el celebérrimo boquerón del muelle, ya pertenece a la historia. O mejor dicho y más claro: ya no desaguan por él las inmundicias, sino por la tubería de hierro que las conduce hasta las corrientes del cantil. / Gracias sean dadas al Ayuntamiento, y más especialmente al empresario de la obra, que si no es por él amenazaba con durar más que Matusalén».
De lo expuesto se deduce que no todo tiempo pasado fue mejor. Santander, malquisto por el apestoso boquerón del muelle, ganó generalizada fama por los dorados bocartes rebozados, rubios como el oro, que, en las tascas portochiqueras, complacían por la vista, el olfato y el paladar a los gastrónomos más exigentes.
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