Desnuda sobre blanca loza

Aparcado el diploma y la medalla cofrade en su despacho oficial en Peña Herbosa, cuando la de Suances descorre la cortina del balcón su saltona vista y anchuroso olfato perciben frontera la Taberna Santoña, templo de la anchoa en la capital. Donde no luce enmarcado un cartel de la XXIV Feria de la Anchoa y la Conserva de Cantabria, que en aquella pejina orilla del mar con largueza se ha celebrado.

En el pequeño establecimiento, con breve terraza a la calle, las mesas son pocas y el servicio de barra esmeradísimo. En reluciente blanca loza, llega desnudamente ofrecida al buen degustador la larga, rubia, reluciente, tentadora y sabrosa anchoa, recostada en reluciente aceite, que pecado es no embeberlo en esponjoso pan campero.

Sólo hay algo mejor que un octavillo de anchoas de Santoña: dos octavillos de anchoas de Santoña. Que son los que pide el buen degustador, porque un octavillo es poco y dos son la medida de lo justo. Con amigos foráneos se celebran las anchoas por su delicadeza y exquisita finura. No quieren oír hablar de otra cosa que no sea de anchoas. Los mesetarios son así. Tienen mitificada la anchoa. Les atrae el eslogan de la casa: 'Seguramente, la mejor anchoa del mundo'.

Entran. Si encuentran mesa se sientan. Y si no, esperan. Las rabas las dejan para otras barras. No pudiendo acercarse a Santoña buscan Santoña en Puertochico. Llevan el nombre de este establecimiento escrito en un papel cosido por dentro de la camisa. Aunque cueste creerlo, hay quien por la Venus de Santoña pierde el oremus.