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Dos días faltan. Cantadas las marzas con donosura, la bolsa del bolsero (el cepo) anda de ricuras a reventar: chuscos y hogazas de pan, chorizos ( ... sin ánimo de señalar), vaca, cordero y cabrito (y que nadie sin causa se dé por aludido), panceta, tocino, torreznos, muslos de ave, huesos de jamón, huevos cocidos y una berza que no se la comen ni cien mil pares de conejos. Este año, el domingo de comer las marzas cae en 9 de marzo. Y se comerá lo cosechado, con el vino que más a mano quede y mejor se deje beber.
De Duque y Merino ronda por mis cajones (con a) una narración que me acongoja no ver citada cual se merece. Bajo el marchamo 'Los cuentos de El Atlántico', lleva por título 'Las marzas del año', que celebraron superticiosos y tibios. Comienza solemne: «Trece eran en la mesa del divino Salvador y Judas le vendió vilmente». Sigue con resignación: «Que no hay que darle vueltas: trece es número de mal agüero, siempre y en todas las empresas; pero, sobre todo, en esa de comer juntos. En reuniéndose trece a la misma mesa, desgracia segura». ¡Y tanto, como que ni Jesús se libró!
Cuenta Duque que en su pueblo, Campucos, el día 13, año 13, se sentaron 13 a comer las marzas. Cuando, vencido enero y la Candelaria, el domingo gordo y los zamarrones, se entró en el pueblo de rondón la Cuaresma y resplandeció la mesa con las viandas marceras. Conste en acta, para aviso de ignorantes, que la ley de marzas impide que a la mesa se sienten casados, por ser las marzas celebración de solteros.
Un año después, vuelto de un viaje de estudios Duque constata que de los trece del año anterior ya sólo él podía cantar y comer las marzas. ¡Maldición del 13! No porque los coleguis murieran. Por algo infinitamente peor: porque se casaron.
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