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¡Qué tiempos, qué costumbres! Hubo un tiempo, no tan lejano, que los pueblos y ciudades no contaban con más luz nocturna que la luna, las estrellas y algún que otro eliminado. El alumbrado público surge y se expande a principios del s. XIX. Farol ... de hierro negro que el farolero porta distintivamente en mano y farol de llama que el farolero enciende al anochecer, en los prolegómenos de la llegada del gas primero y de la electricidad después. Durante mucho tiempo, el farolero y el sereno fueron los ángeles custodios de la noche. Aquél ponía la luz, con la mecha de su mechero. Y éste, el orden con el pico del chuzo y el retador meneo de las llaves. Ambos sentaron cátedra. Tomar a uno por el pito de sereno forma parte del acerbo español, significa que no le hacemos el menor caso al oponente, que pasamos olímpicamente de él. Y ser más farolero que el farolero, significa que vamos por la vida de farol, vanagloriándonos de cuanto hacemos.
Tocado de vanidad, y orgulloso de su oficio, el colmo del farolero era marcarse el farol más grande que han conocido los tiempos. Ser el rival del sol. Un sol al alcance de la vecindad a su cargo. Y ni corto ni perezoso, así lo mantenía, en verso ramplón, en la tarjeta navideña que entregaba a los vecinos para que, en justa compensación, le alumbraran la Pascua con una buena propina.
El forolero. –¡Yo soy del sol el rival! Si él da fecundos fulgores, yo prodigo los favores de la luz artificial! Si oculta él sus arreboles y extingue un negro capuz... ¡Pues seguís teniendo luz, porque enciendo los faroles! Por mi afanosa función, la ciudad nunca está oscura y andáis con planta segura sin temor a un tropezón. Hoy este «rival del sol» os felicita sincero... ¡Vecinos: aceptad sin rechistar el gran «farol» que se tiró el farolero!
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