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Siglos atrás, en la portuaria ciudad que a trancas y barrancas se abría a oriente desde Cañadío, una emanación del suelo en forma de musgosa ... loma nombrábase Peñarvosa. Coronada de verdores, la peña de capa herbosa se pintaba a la acuarela en la bahía, entre embarcaciones que entraban y salían. Y así, hasta que el Ayuntamiento la sacrificó en el ara de la emergente dársena de Puerto Chico cuando la ciudad buscaba solares para expansionarse. Crónicas cuentan que desde el muelle de Calderón implacable fue el terraplenado para ubicar la referida dársena, construida por la Unión Mercantil, a los pies de Molnedo y las Bigarrias. Con un primer allanamiento frente al actual Bar del Puerto. Donde las rabas y las gambas en gabardina tienen usía.
Acreditado lugar, antaño, de gente marinera muy marineada por los maretazos de la vida que aliviaba penas y pesares cantando con aguardentosa ronquera: «Si te casas en Pedreña, no te faltarán muriones, esquilas, verigüetos, cámbaros y mazajones». Zona de vinos. Pejina a rabiar. En cuyas trastiendas tabernarias y antros perdularios se acumulaban pertrechos para ir a la sardina, a la merluza, al bonito, al cámbaro o a lo que se terciara. Tascas de vinos peleones. Tapas gratis o pagadas, en pequeñas diócesis (dósis), que pasaron a la historia del bebercio con tapeo cuando las sustituyeron por la modernez esa de las raciones, enteras o por mitades. Unidades de amayuelas tomaba el pintor Solana con bravucones tintorros. Y mazajones y rabas y buriones. Y, de sol a sol, los jubilados del mar improvisaban melancólicas coplas sobre la marcha: «Y te vi y te vi, desde el muelle te vi... Y tú no me viste a mí».
Hora va siendo de que en la entrada de la sede del Gobierno de Cantabria que se pina en Peña Herbosa, planten macizos de flores ornamentales. Que, en su estado actual, el patio de recibo no es más soso porque no es más grande.
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