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Gratis. Cortesía de la casa. Marina y rumbosa. Taberna Santoña. Peña Herbosa, 18. Frente a la sede del Gobierno de Cantabria. Como ando siempre a ... la carrera hacía tiempo que no entraba en tan socorrido y socorredor establecimiento. Me acomodo en la barra. Saludo. Soy un extraño. El dueño (alma del negocio) me atiende solícito. Pido una caña pequeña y una gilda. Dispuesto lo requerido, me pregunta si me apetece un huevo frito. Qué cosas. A mediodía, a tan tentadora oferta a ver quién es el guapo, el feo o el mediopensionista que responde que no. «¿Es posible?», pregunto perplejo. Dicho y hecho, en menos que canta un gallo entra en la cocina, sale pimpante y me planta frontera una fuente alargada de reluciente loza blanca con un huevo recién frito más blanco que un monje de Zurbarán, pintor renacentista que me chifla. Por natural asociación de ideas, recreo una viñeta cómica que brujulea por mis memoriales: Érase que se era / un huevo juguetón. / Y en su descuido / en un momento, / cayó preso en un tazón. / «No me batas», dijo bajito. / Y decidieron hacerlo frito. Pena da meterle mano, aún no siendo yo vegano.
Encantado, trasiego lo dispuesto en la fuentecica, alternando sopa y trago. Una rebanada de pan del día. Que en la redicha carta de un restaurante con estrellas Michelin figuraría como «Huevo frito con su pan» y costaría un huevo y media yema del otro. Pido la cuenta: 2,90 euros. De verlo y no creerlo. Pongo tres euros en el platillo y el gran profesional aún me viene con las vueltas. «Así no se va usted a hacer rico», le indico. No me responde. Ni falta. Su rostro es por demás expresivo. La amplia sonrisa lo dice todo. Es rico en clientes. Tiene el establecimiento atestado. Por tres euros me voy a casa comido. Caminando con un huevo más que de costumbre.
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Ana del Castillo
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