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Hay a quien los libros de poesía se le atragantan, los libros de ensayo no los lee ni aunque se lo mande el médico y ... los libros sin santos no los quiere ver ni en pintura. La expresión 'libros con santos' hizo fortuna en la España ampliamente analfabetizada de los tiempos del cuplé, cuando era por desgracia muy normal que en los ámbitos rurales la gente no supiera leer ni escribir. De cajón era entonces que los ágrafos mostraran su predilección por los libros con santos. Sobre todo, los abuelucos, para sobrellevar las jornadas invernales ante el fuego del llar. A los analfabetos del agro español, las imágenes de los libros (las reproducciones, los santos) les permitían hacerse una idea del contenido.
La comprensión que aquéllos merecen se compadece mal con el temor reverencial que en la altamente alfabetizada sociedad actual muestran quienes sin rubor alguno afirman que 'los textos con párrafos largos, de quince o más líneas, no los leen ni muertos ni vivos'. ¡Como para darles La Divina Comedia, de Dante; La Montaña Mágica, de Thomas Mann; El otoño del Patriarca, de García Márquez ; o San Camilo 36, de Cela. Éste compuesto a la carrera. ¡Allá ellos; no saben lo que se pierden!
A principios del siglo XX, los libros religiosos se vendían en Santander en una librería modélica perteneciente al apartado de los establecimientos que el viento se llevó. Valga un anuncio ('La Atalaya', 04.11.1900). «Semana Santa. Hay un gran surtido de ejemplares de todas clases, desde 1,50 pesetas. Librería La Propaganda Católica. Hernán Cortés, 9».
A mi biblioteca ha llegado un porrón de ellos, donados por una familia que quería cumplir la manda expresa del difunto, que así lo dispuso. En su cielo, sepa el donante que le agradezco el regalo. Y más aún, que pensara que servidor es digno de conservar los valiosísimos libros con santos y sin santos por él tan celosamente reunidos.
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