La noche más corta del año

Allá por los noventa del pasado siglo, el alcalde Hormaechea, raro ejemplo de alcalde que hacía cosas, se sacó de su ancha manga de prestidigitador la sardinada popular. «Sardinada en el Sardinero», anunciaba a toda mecha el altavoz de un coche que recorría en primera toda la ciudad.

Una sardinada pública, al amor del fuego controlado de la sanjuanera noche estival que el Ayuntamiento ofrecía al pueblo soberano. Sardinas asadas al alcance de todos los santanderinos. A condición de que fuese lo suficientemente hábil como para conseguir a rebatiña una sardina chamuscada en un palo.

Por doquier, la noche más corta del año se alarga con rituales que se pierden en la memoria de los tiempos. En su versión más elemental, organizan la hoguera niños y jóvenes arramblando con todo lo inservible que se deje prender por un fósforo. ¿Qué fue de aquellos simpáticos mixtos cuyas blancas cabezas se desprendían peligrosamente al pasarlas por el raspador? ¿Qué se fizo de las cajas de cerillas, de las que un coleccionista santanderino llegó a reunir varios millares en la colección que guardaba en una mansarda y que una noche de triste recuerdo se le quemó con el gato?

Del rico refranero español destaca el que avisa: «Por San Juan, en la playa grande». Playa grande del Sardinero. Donde baños en bolas habrá. Y luminarias coronando el Sardinero de chisporroteantes y silbantes arabescos.