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El nombre surgió espontáneamente, allá por los noventa del siglo pasado, cuando las prejubilaciones a gogó se hicieron moneda de curso legal. Nunca los tiempos vieron algo semejante. Gente joven, muy joven, que se prejubilaba con el cien por cien del sueldo (o casi) a ... los cincuenta y tantos años de edad. «Vacaciones pagadas», que salmodiaban los favorecidos. «Vivo sin nadie que mande en mi real persona, con las veinticuatro horas del día, todos los días del año, a mi entera disposición. Una gozada que ni en mis mejores sueños podría haber imaginado».
Y para no anquilosarse sin saber qué hacer con tanta holganza diaria, dieron en reunirse en los jardines de Piquío, respondiendo a la llamada de los convocantes, un bancario de Botín y un prensista de Nueva Montaña Quijano, que cuando les llegó la hora de partir se fueron al otro mundo con su buen talante habitual y el bastón de mando con que arrastraban tras de sí a los iniciandos en el paseo de marras, con el mar a babor y estribor, y paradas en la Segunda, Jardín de Mesones, avenida de García Lago, Piquío, Molinucos, Cabo Menor, Mataleñas, mirador del Faro, Cabo Menor, explanada del Faro, camping de Cabo Mayor, Mataleñas... vuelta atrás hacia el punto de partida, Piquío, chupito y cada mochuelo a su olivo.
Y así, hiciera el tiempo que hiciera, frío, viento, sol o vendaval. Qué tíos. Pensaron, incluso, en hacerse una camiseta promocional: Los jubilatas de caminata. O algo por el estilo. Y un chandal con capucha y la leyenda: El invierno no se lo come el lobo. Quien me propuso enrolarme en la cofradía ya no está. Obviamente no entendió mi negativa a participar en tan particular ruta andariega por el nordeste urbano. Y menos aún la respuesta: «Los artículos periodísticos se escriben con el trasero. La silla me llama».
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