Que la paz sea con todos

Con la que está cayendo en todo el mundo, tanta muerte y destrucción, tantas guerras atroces, se entiende pésimamente mal que Navidad se reconduzca a universal reclamo turístico, una festividad para tomar el coche, el tren, el avión o el patinete e ir de ciudad en ciudad a ver quién lo tiene más alto. El pino o el abeto, se entiende. Con más luces parpadeantes y más bolas colganderas. Y, como emblema del mercantilismo rampante, una patulea de gordinflones rojiblancos en trineos tirados por sufridos renos. ¿Qué hacen los defensores de los animales que no ponen el grito en el cielo ante el uso indiscriminado de tan mansos semovientes penosamente llegados de Laponia cargados de paquetes hasta los topes?

Se presume que hace dos milenios, en estas fechas, nació humildemente en un pesebre un niño, Dios y hombre a la vez, que vino a redimir a la especie humana, según las Escrituras. Si así fue, hechos prueban su monumental fracaso. Con perdón. Aquí, la irredenta especie humana sigue a cañonazo limpio por un quita tu Dios para que ponga el mío y sus supremos mandamientos. Ya ni siquiera hay misa de gallo, con rondallas cantando sencillos villancicos y compartiendo mistela y polvorones. Ni poetas rústicos, voz de la gleba, que expresen sus razones con cándida elementalidad: «Nuestro señor Jesucristo nació en un pesebre, donde menos se espera salta la liebre». ¿A qué esperan los grandes mandatarios del planeta, Papa al frente, para instituir el veinticinco de diciembre como Día del Abrazo Universal? Y que a todos nos contagie esa pandemia.