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Madrid, 13 de mayo de 1904. Cuando la luna cascabelera corona la Cibeles, acuden al madrileño café de Levante los intelectuales de la generación del 98 asiduos de la tertulia creada por el gallego Ramón María del Valle Inclán, el de las barbas de chivo.
Con la boina calada hasta las orejas, comparece el novelista vasco Pío Baroja. Impuesto del tema en curso (dilucidar sobre las distintas categorías en que se dividen los españoles) pide la palabra (o simplemente la toma) y cual si recitara el catón de la infancia sentencia con suma gravedad: «En España, hay siete clases o categorías de españoles. ¡Tantas como pecados capitales!». Y, cogiéndose enfáticamente un dedo tras otro, los señala entre sorbo y soplo al carajillo: 1. Los que no saben; 2. Los que no quieren saber; 3. Los que odian el saber; 4. Los que sufren por no saber; 5. Los que aparentan que saben; 6. Los que triunfan sin saber; 7. Los que viven gracias a que los demás no saben. Estos últimos se llaman a sí mismos «políticos» y a veces «hasta intelectuales».
Conociendo al personal asistente a la tertulia del chivo —los literatos del 98 y los artistas Solana, Zuloaga, Rusiñol, Inurria, Chicharro, Masses y Penagos— de cajón es que se ensañaran con los postreros. En la jerga actual: «políticos y políticas», «intelectuales e intelectualas» de este país (antes España).
Manda carallo que quienes manejan los cotarros patrios, los fondos públicos, las gabelas a porrillo y las normas de obligado cumplimiento se llamen a sí mismos políticos y, a veces, hasta intelectuales.
Santander, 1983. Terraza del Hotel Real. Suave brisa marina. Contra tan nociva plaga invasora, en permanente ascenso, el eterno aspirante a un Nobel que no le dieron dizque por facha, Jorge Luis Borges, me confía una de sus máximas más luminares. Que, naturalmente, respaldo: «Tal vez algún día merezcamos vivir sin políticos». Mucho está tardando en caer esa breva.
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