El valle del silencio

Ciriego. Camposanto de Ciriego, adonde todo Santander compungidamente mira al despuntar noviembre, festividad de Todos los Santos. De buena crianza y noble corazón es recordar a los difuntos, seres amados que llegada su hora se fueron al lugar de donde no se vuelve, al huerto ... de los callados. Santo Cielo, qué solos se quedan los muertos. Sin más compañía que el sepulcral silencio, el leñoso graznido de los grajos y alguna que otra vela encendida que lenta y parpadeantemente se va consumiendo hasta quedar en derretida cera, en informe nada. De noche, un imponente y helador silencio envuelve el cementerio, los nichos verticales, los sepulcros horizontales, los mausoleos, las capillas, las cruces, las coronas de espinas cercando el rostro de Jesús crucificado, el gélido mármol y la oscura piedra, la quebrantada losa hundida y el cabezal derribado. Arriba, la luna y las estrellas tintinean, nimbadas por nubes o nubarrones que en la oscurecida bóveda celestial no se perciben. Abajo, un tapial de piedra argamasada delimita en verdecida piedra tan imponente lugar. Y así hasta el alba, cuando las más tempraneras aves canoras se evidencian en las tapias. Aquí y allá, se oye el graznido leñoso del hermano cuervo y de la hermana alondra. En la oscurecida playa, al pie de las fosforescentes olas, montan guardia las madrugadoras gaviotas, afilando en los roquedales sus certeros picos pescadores, artes de pesca inigualables. Vida y muerte conviviendo de continuo. No me consta la existencia en Ciriego de epitafios extravagantes. De los cuales existen libros que tratan con humor lo serio. En serio y en broma, advierte un epitafio: «Aquí yace uno en contra de su voluntad». Y otro de aúpa: «Murió por la gracia de Dios y ayudado por un mal cirujano». O el más axiomático de todos: «Pronto dirán de vosotros lo que decís de nosotros: ¡Ha muerto!». En Ciriego, todo epitafio podría advertir: «Si excaváis mi tumba, al fondo hallaréis el mar».