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Tía Moronda. Vega de Pas. Año 1923. Anciana con casa y tienda en plaza del doctor Madrazo. Tan curiosona es que así que avista a ... un capitalino le hace una radiografía. No puede evitarlo. Forma parte de su naturaleza. Tan pronto como los señoritos bajan de sus flamantes coches se pone a considerar de qué familia de postín vendrán. La clave es el atuendo: ropa, calzado, bolso, pendientes, collares, relojes de pulsera. Ganada por la curiosidad, la Tía Moronda se rompe el coco calculando el peso de las joyas que llevan encima y su precio equivalente. De una de las Atarazanas aventuró que su abrigo de pieles superaba el precio de las cántaras de leche de tres vaquerías; de otra de Castelar, que sus pendientes de perlas superaban el coste de cien carretas de harina; y de uno de la Blanca, que con su leontina de oro bien podría adquirirse una casona con escudo y cuadra de chones.
De joven, frecuentó la capital. Donde la gente de casa de gente bien se rifaba cuanto traía en el cuévano: pan, mantequilla, sobaos, quesadas, quesucos... Todo elaborado por ella misma, mano santa para el dulce.
La bahía y el puerto ganaron su corazón. Con su incesante ajetreo de barcos, de pesca y cabotaje. En La Ignacia moró una vez, octogenaria y reumática. Pero se pasó la noche en vela sentada en la silla del rincón, incapaz de conciliar el sueño cuando supo que costaba un riñón aquella habitación con bombilla de pera y jarro de mear en la mesilla.
De Santander se fue para no volver. Cavilando que no se podría comprar ni un solo transatlántico de lujo vendiendo toda la Vega y que con todos los transatlánticos de lujo tampoco se podría comprar la Vega. «Porque la Vega de Pas no tiene 'preciu'», apostilló.
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