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Mareas vivas y mareas muertas. Que tan conocido fenómeno natural, anualmente repetido en grado sumo al menos un par de veces, ilusionara a los vecinos de la costa cántabra, desde Castro Urdiales a San Vicente de la Barquera, es de lógica elemental. Tempranas referencias al ... fenómeno hallo en el 'Boletín Oficial de la Provincia de Santander' y en 'La Abeja Montañesa'. Decimonónicos pero no tontos, los del XVIII estaban más al loro que los ciudadanos con móvil de hoy en día. Así que aquellos que presentían próxima la llegada de una gran bajamar, una bajamar de aúpa, valga el oxímoron, se encaminaban a las zonas donde por la tradición sabían que había restos de naufragios que afloraban total o parcialmente al bajar más de la cuenta la marea en los roquedales. Y allá que iban, envueltos en sombras, con hatillos, picoletas y azuelas a ver qué podía arañarse al pecio naturalmente aflorado. Tornar de vacío lo descartaban. Lo normal es que los más hábiles encontraran monedas de oro y plata, candelabros, esculturas, vajillas y recipientes en estado de uso o venta al anticuario del pueblo o al caballero del alto plumero, prototipo del avaro, que por cuatro ochavos se dedicaba al coleccionismo. Los suertudos podían vivir de lo así conseguido un tiempo. Por lo cual iban a las escolleras todos los miembros de la familia en buen estado de salud: abuelos, padres, hijos, adultos y niños, en pos de algo que aliviara sus míseras existencias. Claro está que para ningún lugareño era un secreto que los barcos sumergidos en el mar pasaban con el tiempo reglamentario a ser pertenencia del Estado. De manera que mejor guardar para sí, chitón, para conocimiento exclusivo del pueblo, lo que el mar naturalmente escondía bajo su normal nivel y esperar la llegada de la gran bajamar del año con la fundada esperanza de que algo de valor fundible diera la cara y quedara a su alcance. 

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