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Cas Mudde, estudioso del populismo, define esta manera de hacer política como «respuesta democrática no liberal al liberalismo no democrático». Lo caracterizan el antagonismo y el monismo. Antagonismo porque percibe la realidad social enfrentada entre dos grupos básicos: el legítimo pueblo y la corrupta élite. ... Monismo porque supone que toda la sociedad piensa igual y que no contiene visiones e intereses diversos; el populismo es sobre todo antipluralista. La política, en ese sentido, tiene poco que hacer para ordenar la legítima competición de pareceres distintos, no hay razón para la deliberación porque el pueblo es uno (y lo representan ellos). Por eso el populismo es una respuesta democrática en la forma y antidemocrática en su objeto final; o mejor, una respuesta a favor de la democracia y contraria a la democracia liberal que usamos.
La política moderna se fue despolitizando en la medida en que se hizo menos extrema y dirigida por élites que han tratado de racionalizarla, de convertirla en gestión de lo posible más que en instrumentalización del deseo. El deseo es lo que legitima la ley y da sentido original a la política moderna, pero luego esta se ha limitado a lo posible y se ha apartado de la mayoría. En la Gran Recesión de 2008 se vivió con claridad ese contraste entre el deseo sin límites expresado por lo que parecía el pueblo y los marcos que nos fijaban los enviados de las élites (los 'hombres de negro' de la Troika).
El proyecto político de la Unión Europea es, además de inédito, muy complejo. Es el escenario perfecto para el antagonismo entre unas élites que saben y un pueblo que ignora, y para responder a ello de forma monista: la voz e interés del pueblo son solo unos. El populismo informa del estado de nuestra democracia liberal. El domingo se confirmó que parte de la ciudadanía piensa que esta la ha apartado y que no satisface sus deseos. La evidencia de la tecnocracia europea –cada vez más alejada y cada vez afectando más a lo inmediato– alimenta este largo momento populista. Lo hace, además, muy dependiente de las coyunturas nacionales, por lo que el ascenso o descenso de los populistas de cada país es aleatorio, no sigue una norma, aunque sí una pauta general creciente.
Las nuevas generaciones jóvenes son menos deferentes con el poder; mucho menos con el de unas élites profesionalizadas de todo tipo (gestor, político, sindical, cultural, mediático…) que durante años se legitimaron en saber hacer lo que hacían (empezando por el complejo proyecto europeo). La reiteración del rechazo contra estas ha generado a su vez un reproche antipopulista: el pueblo sigue sin saber y nosotros sí lo sabemos. La contradicción incrementa el antagonismo y lo hace cuando los medios de comunicación se democratizan y descontrolan. Las élites no dominan las redes y por eso surgen fenómenos tipo Alvise o debates ajenos a la agenda 'mainstream', aunque unas elecciones no se ganan desde fuera de los grandes canales (sino cuando consigues que estos recojan y reiteren tus temas).
El antipopulismo y la tecnocracia serían las dos respuestas erróneas ante la emergencia y consolidación del populismo. Mudde afirma una solución evidente: la democracia solo se defiende con más democracia, repolitizando la política, arrebatándola a los expertos y sacándola de la opacidad en que se manejan estos. Cada vez hay más ciudadanos que asumen que la gestión política es compleja, pero que todo se les puede explicar, porque son adultos. Es el populismo el que les trata como a niños, y también el antipopulismo. La campaña electoral última en España ha sido un buen ejemplo: mejor no explicar Europa porque eso disuade el voto. El socialista francés Raphaël Glucksmann ha prosperado haciendo justo lo contrario, hablando de la construcción europea y de sus problemas y alternativas.
El tiempo del populismo europeo, concluye Mudde, coincide con la actitud ciudadana más liberal, más democrática y más dispuesta a participar. El problema es el vaciamiento ideológico de la política que hacen los expertos, lo que no explican, o el falseamiento que hacen los dirigentes de los temas a debate (el fascismo eterno y el antifascismo son ejemplos de ello; la política extremadamente doméstica es otro).
La política española lleva empantanada el último año en debates poco políticos. No es extraño que prosperen los populismos de todo signo, de derechas, de izquierdas y nacionalistas varios. Si se pusiera en marcha de una vez la legislatura igual empezábamos a hablar y a tratar de cosas serias que disuaden o apartan a los oportunistas. Pero para eso tiene que haber voluntad de que empiece ya la fiesta, la política seria. La tercera carta de Sánchez a los españoles tendría que tratarnos como a adultos y la política de verdad, de elección entre alternativas reales, nos devolvería a todos el gusto por ella, lejos de populismos.
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