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El 19 de enero apareció en El Diario Montañés (EDM) un artículo de Eva Guillermina Fernández, directora general de Cultura del Ayuntamiento de Santander, redactado para intentar rebatir la denuncia que yo había hecho el 24 de diciembre, en el mismo periódico, de las mentiras ... que se vienen vertiendo tanto acerca de la Biblioteca de Menéndez Pelayo como, implícitamente, sobre quienes han trabajado décadas en ella.
En su escrito, la mencionada señora enuncia algunos aspectos en los que, al parecer, yo aúno ignorancia, falta de rigor y falsedad, a pesar de ser un usuario de la Biblioteca desde hace 35 años (en los cuales, por cierto, nunca la he visto allí) y de procurar estar siempre al corriente de cuanto atañe a ese establecimiento cultural.
Agradezco la atención que la directora general me ha dedicado, aunque lamento que la misma, en unos casos, no haya comprendido mis argumentos y, en otros, demuestre subconscientemente que parte de la información que le han proporcionado y ella maneja confiada es incompleta, errónea o, incluso, falaz.
En ningún momento he negado la existencia de humedades en la Biblioteca y de daños causados por ellas. Lo que sí niego es, entre otras cosas, que el agua que deterioró libros conservados en el despacho del director procediera de la extinción del incendio del MAS ocurrido en 2017 (como asevera la empresa TSA en varios informes); que en el edificio entraba agua constantemente (aserto realizado por la misma empresa); que todos los volúmenes (unos 41.500) legados por don Marcelino están dañados por la humedad (como afirma la técnico que trabaja en la Biblioteca desde el verano de 2018); o que exista una relación entre el agua empleada para sofocar el incendio del MAS que entró en unos sótanos asignados a la Biblioteca y el deterioro de sus mejores fondos (insinuación de Javier Ceruti, concejal de Cultura, en EDM, 10-X-2022), dado que ni esos sótanos se hallan dentro de aquella, ni los libros mojados estuvieron jamás allí.
Pues bien, aunque los infundios que yo denuncio son palmarios e, incluso, alguno ha sido refutado por el jefe del Servicio de Bomberos (José Ignacio Trojaola), por la exdirectora en funciones de la Biblioteca (Rosa Fernández Lera) o por otro testigo de cómo estaba ese edificio el 31 de julio de 2018, última jornada laboral de Rosa Fernández (Jesús Herrán Ceballos, en EDM, 12-X-2022), la directora general me acusa de rozar la difamación. Curiosa actitud esta en alguien que, teniendo una responsabilidad importante, no solo se resiste a aceptar tanto las evidencias como las aportaciones de personas competentes, sino que, además, hace causa común con quienes dicen barbaridades de la Biblioteca, con el consiguiente desprestigio para esta y los profesionales (técnicos, vigilantes y limpiadoras) que la han cuidado muchos años.
Quizá la actitud de la directora general obedezca a que su conocimiento de la Biblioteca es muy reciente, apresurado, fragmentario y hasta erróneo, como ha sucedido con anterioridad en otras personas que solo 'descubrieron' la existencia de aquella después de acceder a un cargo político o administrativo del cual dependía la misma, siendo frecuente, además, que, mientras lo desempeñaron, creyesen saber sobre ella más que nadie.
Así se explicaría, por ejemplo, que la directora general afirmase hace unos meses (EDM, 4-IX-2022) que es necesario acercar la Biblioteca a la sociedad por medio de actividades divulgativas referidas a Menéndez Pelayo y sus libros. Aun siendo loable, este designio revela que su promotora ignora la realización de numerosísimas iniciativas de esa naturaleza a lo largo del tiempo. Otra cuestión es que las mismas revistieron un contenido ideológico tan fuerte durante el régimen franquista, que iban a suscitar antipatía en muchos españoles hacia cuanto guardara relación con don Marcelino. Serían necesarios el advenimiento de la democracia, por un lado, y el acceso de Manuel Revuelta Sañudo a la dirección de dicho centro, por otro, para que semejante situación se pudiera empezar a revertir, y, ello, gracias a una labor ardua que tuvo en Rosa Fernández y Andrés del Rey sus principales artífices.
Y fruto también del limitado conocimiento que muestra la directora general es que la misma se haya sorprendido al leer que existen personas (varias, incluso, sin formación en biblioteconomía) que, pese a no cumplir los requisitos para ocupar la dirección titular de la Biblioteca, vienen postulándose para esa plaza mediante estratagemas en las que combinan contactos con autoridades y la difusión de embustes sobre el establecimiento que ambicionan encabezar. El hecho de que la citada señora ignore tal circunstancia (sobre la cual puede preguntar a determinados miembros de la corporación municipal) y que se haya enojado porque yo la desvelara patentizan, de una parte, que no concibe la posibilidad de que ocurra algo que ella desconoce y, de otra, que, según parece, le desagradan menos quienes actúan innoblemente para lograr la consabida plaza que quien reprueba tamaña bajeza.
Ese posicionamiento convierte a la directora general en otra víctima más de la campaña contra la Biblioteca y su antiguo personal, al asumir las falsedades que circulan sobre aquella y este. Con todo, lo peor es que la señora en cuestión está contribuyendo así inconscientemente al éxito de semejante fechoría. Y las decisiones resultantes de tal actitud constituyen, a la vez, un peligro para el tesoro bibliográfico de Menéndez Pelayo y una injusticia para quienes han dedicado su vida profesional a custodiarlo y difundirlo.
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