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A mediados del siglo XVIII, reinando Fernando VI, la modesta villa de pescadores y campesinos de Santander, asiento de cerca de 4.000 habitantes, adquiere un doble rango institucional: en 1754, ser sede de la recién creada diócesis Santanderiensis, y en 1755, ser convertida en ... ciudad. Ambos acontecimientos eran indisociables de lo que constituirá una profunda transformación en la función mercantil que, como espacio portuario, Santander venía desempeñando. En 1765 y 1778, el Estado dicta los decretos de libre comercio con América, poniendo fin al monopolio que desde 1717 ejercía Cádiz y autorizando a diversos puertos españoles, entre ellos Santander, a comerciar directamente con las Indias. A raíz de esto, la ciudad recibe un gran impulso, decidiéndose hacer un ensanche ganando terrenos al mar hacia la boca de la bahía. De esta manera, se formó un nuevo muelle lineal de aguas más profundas y, a su largo, un frente urbano de manzanas que se fueron construyendo según transcurría el siglo XIX, conformando la inicialmente denominada 'nueva población', emblemáticamente representada por el Paseo de Pereda. Prima en él un callejero ortogonal, con manzanas a modo de edificios individuales dotados de buenos materiales con criterio de calidad, como sillería, ladrillo, roble y teja cerámica.
Fruto de esa extraordinaria expansión económica sería la fundación, en 1857, de Banco Santander, que en 1923 traslada su sede social a la planta baja y a la entreplanta del magnífico edificio que se construyó en el solar del destruido por el incendio de 1880, edificado en 1885, del Paseo de Pereda 11-12, donde estaba el Gran Hotel de Francisca Gómez. Mientras, los edificios 9 y 10 se unen formando uno solo, y más tarde, en 1951, el proyecto del arquitecto Javier González de Riancho une el edificio 9-10 con éste último mediante un gran arco central, que desde entonces preside la principal imagen de la operación urbana y portuaria que conforma la fachada marítima de la ciudad de Santander, de la que el Paseo de Pereda es el rostro.
En 1985, esta fachada de la ciudad es reconocida con la máxima categoría del patrimonio siendo declarada Bien de Interés Cultural, BIC, como Conjunto Histórico-Artístico, como un único objeto construido en una compleja pieza de arquitectura. Más tarde, en 1996 el Ayuntamiento aprueba el Plan Especial de Reforma Interior, Protección y Rehabilitación, en el que se cataloga al edificio con un nivel de protección integral, y el Plan General de Ordenación Urbana, PGOU, de 1997, como de protección monumental.
Este importante reconocimiento público del valor histórico-artístico del conjunto, acredita el juicio crítico que sus características arquitectónicas merecen, a la vez que dejan preparadas para su salvaguardia futura las máximas herramientas legales de protección y conservación.
A pesar de todas las medidas de protección que le amparan, en agosto de 2020, el Ayuntamiento, con la autorización de la Consejería de Cultura, permite alterar su integridad con unas construcciones de pasillos y escaleras en el gran arco, así como cambiar su cubierta. Al edificio, notable ejemplo de la arquitectura civil montañesa del Santander de mediados del XX, y un elemento esencial y singular de la fachada marítima de la ciudad, le destruyen su seña de identidad con unos elementos extraños, perturbadores de su composición y morfología. El Ayuntamiento justifica estas ordinarias construcciones para posibilitar los usos museísticos y culturales.
El gran arco es cegado con pasillos y escaleras (maqueta). Pero nada más falaz, pues los añadidos de escaleras y pasillos en el ámbito del arco no son necesarios para posibilitar el uso del edificio como museo. Lo confirman varios proyectos de grandes estudios que se presentaron al concurso, y algún otro alternativo de estudio de arquitectura de Cantabria. En todos ellos queda acreditado que el uso como museo es perfectamente compatible con la conservación del espacio de su gran arco, y no exige de ninguna manera deformar nuestra memoria. La ley del Patrimonio Histórico Español admite la intervención que fuere necesaria para permitir una mejor interpretación histórica del mismo, pero, evidentemente, esas vulgares nuevas construcciones no conducen a una mejor interpretación histórica del edificio, antes al contrario, lo desnaturalizan al ignorar los fundamentales principios de la restauración arquitectónica y constituyen un doloroso caso de alteración consentida del patrimonio contemporáneo por parte de las instituciones que tienen el deber de conservarlo.
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