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La historia la cuenta el griego Heródoto. Hubo en Egipto, allá por el siglo VI a. C. un faraón al que él llama Amasis mientras que los egipcios llamaban Ahmes. Era de humilde origen, pero, según el historiador de Halicarnaso, bajo su Gobierno Egipto ... alcanzó su máximo nivel de prosperidad. De Amasis, entre otros sabrosos detalles, se cuenta que solía empezar a despachar asuntos muy temprano, pero a mediodía suspendía su actividad y se dedicaba a beber, mostrarse frívolo, contar chistes y gastar bromas a sus convidados.
Cuando los consejeros de palacio le hicieron notar que así no se ganaría el respeto del pueblo, Amasis les replicó que quienes poseen un arco lo montan cuando lo necesitan, pero cuando no lo desmontan, porque si estuviera siempre tenso se acabaría rompiendo. De igual condición es el hombre, les dijo, y añadió: «Si quisiera estar siempre ocupado, sin entregarse en ocasiones a la diversión, sin darse cuenta se volvería loco o como mínimo imbécil». De ahí que el buen faraón holgara a diario, y de ahí también que quienes nos mandan se tomen alguna vez un respiro, sin que merezcan por ello censura ni por permanecer todo el rato con el arco tenso más admiración de la debida.
Ahora bien, hay vacaciones y vacaciones. Las de este 2020, que nadie lo ignore, no son como las de otros años. En lugar de beber y contar chistes todo el tiempo, los líderes que se tomen un descanso deberían reservar algún momento para la reflexión distanciada y sosegada. En particular, todos aquellos que entre nosotros -bien desde el Gobierno o desde el Parlamento- han de decidir, vía presupuestos, cómo se administra la escasez que nos ha sobrevenido, con una caída de un quinto del PIB y pese al maná europeo que nos irá lloviendo en los próximos años.
Lo fácil es bajar impuestos y recortar -solución fetiche de la derecha-, o subirlos lo que se pueda y gastar lo que se pille, ya que nos lo dan, en medidas que cosechen votos -propuesta predilecta de ciertas izquierdas-. Pero quizá nos haya llegado el momento de intentar alguna solución más sofisticada: ajustar el sistema fiscal de manera que las subidas no recaigan una y otra vez sobre los pardillos, racionalizar el gasto -previo análisis de las muchas ineficiencias del sector público, en vez de recortar, como tenemos por deplorable costumbre en sanidad, educación y demás inversiones de futuro- y fiscalizar, con el rigor que no se tuvo con otros fondos europeos, quién gasta cuánto en qué y qué retorno real tiene cada desembolso. Cuando volvamos a montar el arco, conviene que lo hagamos un poco mejor.
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