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Santander se enteró una mañana de junio de 1999 de que la playa de La Magdalena perdía su bandera azul. Un distintivo europeo de calidad que la colocaba en el selecto club de los mejores arenales del continente. Por aquel entonces, el alcalde de Santander ... era Gonzalo Piñeiro, y su principal rival en la oposición se llamaba Juan José Sota, a la postre consejero de Industria, de Economía y un puñado más de altos cargos al abrigo del PSOE. Aquella mañana de hace 22 años, Sota le afeó a Piñeiro la pérdida de ese sello VIP de La Magdalena a causa, según su opinión, de la mala calidad del agua (todavía no se había hecho el saneamiento de la bahía), del «cochambroso» estado en el que se encontraba el balneario y también por la pérdida de arena que había dejado «descarnada» la playa. Sí, la falta de arena. En La Magdalena. Más de dos décadas antes de que Casares, Ceruti e Igual elevasen los espigones a cuestión de Estado, la política municipal santanderina ya giraba en torno al mismo asunto. E incluso antes de eso, entre 1983 y 1985, ya se realizaron grandes vertidos de arena en estas zonas con Juan Hormaechea en el Ayuntamiento. ¿Cómo puede un problema de arena en una playa llevar casi 40 años sin solución? ¿Cómo es posible que haya sobrevivido a nueve legislaturas distintas, cinco alcaldes y cuatro presidentes de Gobierno?
En primer lugar, ha existido una desconexión entre los investigadores y los que toman las decisiones. Se han encargado estudios técnicos para atajar la erosión de la playa, pero se han metido en un cajón o, simplemente, no se han tenido en cuenta. El último fue el informe del Ministerio de Fomento. Muy explícito al señalar como «única solución» terminar las obras de los espigones, porque el relleno de arena «no es sostenible en el tiempo». Pero ha habido muchos más. Hace más de dos décadas existía cierta confusión sobre las causas que dejaban sin arena La Magdalena. Un día se culpaba a «los fuertes vientos del Sur» y la semana siguiente se creía que «podría ser debido a los continuos dragados del puerto». Desde 1988, la Universidad de Cantabria ha estudiado este fenómeno. En junio del año 2000, este equipo ya contemplaba la construcción de escolleras en La Magdalena como la solución definitiva, aunque en las crónicas de la época, el periodista Juan Carlos Flores Gispert ya avisaba de que se trataba de un proyecto que «generará un gran debate».
Y ese ha sido otro de los grandes obstáculos para esquivar los mordiscos del mar a la playa: la división de la opinión pública. Mientras en Málaga, por ejemplo, se han construido espigones en su frente marítimo para evitar situaciones como esta, en Santander siempre ha existido un fervor casi religioso por no contaminar el paisaje de la bahía. No hace falta irse muy lejos para recordar el caso del Centro Botín o el dique de Gamazo, con protestas y concentraciones cada domingo para evitar su construcción. Todos coinciden en que quieren salvar la playa, pero los negacionistas de los espigones viven en una contradicción: esos arenales no existían de forma natural y no fue hasta mediados del siglo pasado, al construir un dique allí, cuando se llenó de arena. Es decir, sin espigón no habría playa, pero no quieren escolleras para conservarla.
Pero calma, dentro de otros 22 años seguro que ningún político le afeará a otro el estado de La Magdalena. Ya no habrá playa ni arena que lanzarse a la cara.
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