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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre la nueva misión espacial de la NASA que ha invadido periódicos, televisiones, radios e internáuticas redes sociales y, en particular, sobre lo bien que esa agencia elige los nombres para sus increíbles empresas. ¿Te has preguntado ... alguna vez por qué la misión Apolo con destino a la Luna tenía precisamente ese nombre? ¿Y por qué esta otra nueva, también con destino a la Luna, pero con la mirada puesta en Marte, recibe el nombre de Ártemis o Artemisa?
Los artífices de estas denominaciones no las pusieron al tuntún. Tampoco los de nuestra ESA europea usaron el azar para llamar, por ejemplo, a la misión Hermes con ese nombre griego y no con otro, digamos, más común. Unos y otros se inspiraron en la cultura grecolatina -de la que somos herederos los occidentales- y en sus observaciones astronómicas, mezcladas con mitología, como si ingenieros, físicos y demás arquitectos de programas espaciales quisieran de ese modo emular y rendir homenaje a nuestros antepasados, a su pensamiento e imaginación. Estos, y no otros, son los responsables de los actuales nombres de los tradicionales planetas, estrellas y constelaciones; sus observaciones astronómicas, sin instrumentación alguna, más allá de un palo o de un gnomon, fueron tan increíbles que incluso llegaron a comprender la dialéctica del día y la noche, muchos siglos antes que Copérnico, sobre la base de que era la Tierra la que giraba en torno al Sol y no al revés. Te sorprendería saber cómo consiguieron calcular la medida de la circunferencia terrestre y la exactitud con que lo hicieron, gracias a la trigonometría. En todo ese saber, mezclado con mitología, es donde han buscado esas agencias espaciales el sentido de muchos de los nombres que utilizan para sus aventuras.
Apolo era la divinización del Sol y su representación con un halo de luz sobre la cabeza significando los rayos del astro la encontrarás reflejada o transformada en muchos iconos: desde el aro que resplandece sobre la cabeza de los santos cristianos hasta la medalla doctoral universitaria española, concedida por nuestra Isabel II, una de cuyas caras exhibe una cabeza rodeada de rayos y la inscripción «perfundet omnia luce», es decir, que Apolo, dios asimismo de la sabiduría, «inunda todo con su luz». Pero también lo hallarás representado, incluso con su cara, en todos los logos que se crearon en los años 60 del siglo pasado, con ocasión del viaje a la Luna, para significar que el hombre, como si fuera un nuevo Apolo, iba al encuentro de su hermana en la mitología grecolatina, la Luna.
Porque sí, la Luna, llamada en griego Ártemis o Artemisa o Selene, y entre los romanos también Diana, era hermana gemela de Apolo, por lo que la vinculación entre ambos era muy estrecha.
Además, Diana era diosa de la caza y, por ello, se la representa con un arco en una mano, una flecha en la otra, recién sacada del carcaj que lleva a la espalda, y un ciervo que se dispone a cazar. Muchas veces, también aparece con una pequeña media luna sobre la cabeza, para hacer patente su identidad.
Si te fijas ahora en el logo escogido para esta nueva visita del hombre a la Luna, entenderás que esa gran A de la parte superior representa a Ártemis, o sea, a la Luna. Su forma alude además a la punta de la flecha que suele llevar la diosa. A la derecha, junto a esa punta, medio circulito gris recrea a la propia Luna en cuarto creciente. Por debajo de la A, se ve un arco convexo y azul, el de la diosa, representando a la Tierra, de donde nace la misión. Una línea roja, que serpentea desde el arco convexo atravesando la A de izquierda a derecha y se alarga hasta al cuarto creciente gris de la Luna, representa el camino que habrá de recorrer el hombre, desde la Tierra a la Luna y luego al planeta rojo, a Marte, objetivo final de la misión. Por cierto, los astronautas vivirán y volverán en una cápsula llamada Orión, que es el nombre que griegos y romanos pusieron a un héroe cazador que aparece en muchas y distintas leyendas mitológicas relacionadas con Apolo y Ártemis. Otro día te cuento quién fue Hermes.
Ahora urge lamentar que muchos saberes ocupen cada vez menos lugar y menos tiempo y, lo que es peor, que a casi nadie le importe. Pero bueno, qué más da: ¿se necesitan para vivir?
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