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El modelo de comarcalización se sustenta en tres pilares: la capacidad de gestión administrativa derivada de la transferencia de competencias; la capacidad de gestión política basada en el autogobierno de la comarca y la capacidad de gestión económico-social para el desarrollo económico del territorio.
La organización administrativa del territorio es un instrumento fundamental para la eficacia de la acción gubernamental. La comarca surge para hacer frente al gran número de pequeños municipios y a las dificultades que tienen para la prestación de servicios. La transferencia de materias implica una descentralización administrativa que, para que sea eficaz, exige adecuar la administración pública a la nueva estructura territorial.
La administración que transfiere debe proporcionar los medios necesarios a la administración receptora -en nuestro caso la comarca- para que pueda ejercer sus nuevas competencias de manera eficaz. La clave está en valorar adecuadamente el coste del servicio que se transfiere. Pero, al mismo tiempo, la transferencia de un servicio significa la reducción de la responsabilidad de una administración en favor de otra. Por ello, la administración que transfiere debe adecuar su estructura, adelgazándola de manera proporcional al peso de las competencias transferidas. La efectividad de este principio supone que el modelo competencial de las comarcas sea simétrico; es decir, que todas las comarcas reciben las mismas competencias y así desaparecen los servicios y sus efectivos de la administración que transfiere, con la consiguiente contención del gasto público a pesar de crear una nueva entidad administrativa.
Viendo experiencias en otras regiones, algunas de las materias que son susceptibles de ser gestionadas por las comarcas son la ordenación del territorio y el urbanismo; los transportes; la protección del medio ambiente; los servicios de recogida y tratamiento de residuos urbanos; sanidad y salubridad pública; acción social; agricultura, ganadería y montes; cultura, patrimonio cultural y tradiciones populares; deporte; juventud; promoción del turismo; artesanía; protección de los consumidores y usuarios; energía, promoción y gestión industrial; ferias y mercados comarcales; protección civil y prevención y extinción de incendios y enseñanza.
Una vez calculado el coste real de la comarcalización, debe establecerse un sistema de reparto de los recursos entre las comarcas. Para ello se debe tener en cuenta el volumen de población como elemento básico, junto con el número de municipios y núcleos diferenciados que la integran, incorporando aquellos elementos correctores que tengan en cuenta la idiosincrasia de cada comarca, implementando fondos de cohesión destinados a corregir fallos que pudieran producirse en la aplicación de la fórmula de reparto. Evidentemente, la cuantía de la transferencia estará en función de las competencias asumidas por las comarcas.
Sin embargo, en territorios extensos y escasamente poblados, la eficiencia en el gasto público debe pasar a un segundo plano para evitar que el lugar de residencia sea factor de desigualdad por la diferente calidad de los servicios públicos. La baja densidad de población encarece la prestación de servicios, por lo que utilizar criterios de eficiencia puede generar desigualdades, ciudadanos de primera y de segunda clase en función de cómo se preste un mismo servicio medido en términos de calidad.
La división del territorio forma parte de la política regional, porque comparte el objetivo de «la búsqueda de la igualdad» o, formulado de otro modo menos ambicioso, «la disminución de las diferencias regionales». Por tanto, la comarcalización es política territorial y, como tal, debe contribuir a que los ciudadanos, independientemente del lugar donde residan, tengan las mismas condiciones de calidad de vida, lo cual se materializa en el acceso a idénticos servicios públicos.
Pero la finalidad de las nuevas entidades territoriales no debería ser exclusivamente la de racionalizar la oferta de servicios públicos con vistas a la supervivencia de los municipios pequeños, sino que habría de contemplarse la comarca como un agente de desarrollo económico local y regional. La comarca es el referente más adecuado de intervención en el territorio, pues tiene en la identidad territorial un factor que puede garantizar el éxito de las actuaciones en todos los ámbitos: el económico-empresarial, el cultural y el social. La competencia entre territorios, tal y como expuso Schumpeter en su 'Teoría del Desenvolvimiento Económico', puede hacer avanzar la región, utilizando el territorio comarcal como escenario en el que se implanten conductas de imitación y superación.
En este contexto, los Planes Estratégicos Comarcales (PEC's) promovidos desde la Administración autónoma, debieran ir encaminados a optimizar las inversiones públicas que se realizasen en cada comarca, orientándolas a impulsar el desarrollo endógeno del territorio, contemplando iniciativas privadas y cofinanciándolas. De esa forma, se convertirían en elementos de cohesión territorial, en la medida en la que todas las comarcas tendrían el suyo. Se puede concluir que el modelo de comarca cántabra se sustentaría esencialmente en su capacidad política (autogobierno) para administrar libremente los recursos que reciba para gestionar las competencias que le transfiera el Gobierno regional. El principio que debe inspirar esta política es que la proximidad en la toma de decisiones suponga una mejor asignación de los recursos para la provisión de bienes públicos. Por tanto, el objetivo final de la comarcalización es que todos los ciudadanos, independientemente de donde residan, mejoren su calidad de vida. Ello contribuirá decisivamente a frenar la despoblación.
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