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Anuncian que pronto podremos viajar a Bolonia en avión, con tarifas más baratas que los 15.000 euros del ida y vuelta a Waterloo ... que pagó Ciudadanos por una peregrinación a casa de Puigdemont. Llevaron una pancarta: 'La república no existe'. Lo mismo que ha tenido que reconocer Pedro Sánchez ante las tumbas de Azaña y Machado, cuando las cubrió con una corona rojigualda, pretérito símbolo de la bandera que denostaron. Ahora somos una democracia «plena», proclama el rey. Cargo vitalicio de sangre azul. Si esto es plenitud, habrá que concebir nuevos superlativos para bautizar las democracias que eligen a sus jefes de Estado en las urnas, o que no contaminan la distancia entre los tres poderes designando a las cúpulas judiciales desde el ejecutivo o el legislativo. Detalles que no enturbian la corriente de exaltación patriótica que sacude el país. Solo quiebra tanta complacencia un movimiento paralelo y anacrónico de cierta antipatía hacia las mujeres. La eminencia uterina de Pablo Casado da lecciones de maternidad. Los señores de Vox piden una lista negra de funcionarios que intervienen en asuntos de violencia de género, «para depurar casos ideológicos». Qué éxtasis democrático. En vez de hablar de corrupción, salarios míseros o desahucios, en este país se habla en femenino y en negativo: de mujeres –porque no dan suficientes hijos a España– y de Cataluña, porque una mitad no quiere que los suyos sean españoles.
En Cantabria tenemos una democracia tan evolucionada que pretendemos subvencionar hasta las huelgas. El sindicato Tú ha pedido al Gobierno que no descuente dinero de las nóminas a las empleadas públicas que hagan huelga el 8 de marzo. Reclamar protección especial para una huelga femenina parece resucitar el atávico concepto de sexo débil. Probablemente, además, cobrar por no ir a trabajar augura cierto éxito en cualquier convocatoria. Pero es una cuestión de principios, no de rentabilidad.
Cabe preguntarse qué fuerza moral, qué dignidad y qué independencia puede inspirar una reivindicación subvencionada. Arde febrero y el delirio de esta súbita fiebre de primavera convierte –predica algún evangelio sindical– un día de huelga en otro día más de asuntos propios.
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