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H acia el final de la década de los noventa, el Consejo Asesor de RTVE en Cantabria impulsaba estudios de opinión pública que arrojaban resultados ... sorprendentes. Por ejemplo, que más de una tercera parte de los encuestados se mostraban partidarios de la integración de Cantabria en Castilla y León. El dato era aún más llamativo por el hecho de que no había ningún partido ni asociación con presencia visible que promoviera tal adhesión. Se trataba, quizá, de una reacción de rechazo al caos, la inestabilidad, la bronca política y judicial que habían contaminado la etapa, todavía reciente, protagonizada por Juan Hormaechea. Probablemente influía también la tibieza, por decirlo suavemente, respecto al hecho autonómico por parte de la derecha política que ostentó el poder en Cantabria en los primeros años del proceso. No deja de ser llamativo que el segundo presidente del Gobierno regional, Ángel Díaz de Entresotos, procediera de las filas de la Asociación de Cantabria en Castilla (ACECA) como buena parte de los notables de la vieja Alianza Popular.
Hoy, sin embargo, el debate sobre la autonomía de Cantabria en los términos actuales, como comunidad uniprovincial, parece francamente superado en la política y en el conjunto de la ciudadanía. Un dato ilustrativo: en la precampaña electoral de Castilla y León, los dirigentes de Vox en aquella comunidad han recuperado para su programa la anexión de Cantabria -en fin, una suerte de invocación al 'Santander, mar de Castilla' de los viejos tiempos-, pero en Vox Cantabria han preferido mirar para otro lado, como que la idea no va con ellos. Una cosa es ser muy crítico con el Estado de las Autonomías, como lo es el partido de Santiago Abascal en toda España, y otra meterse en charcos sin beneficio a la vista.
El hito autonómico está de actualidad merced a la conmemoración del 40 aniversario de la entrada en vigor del Estatuto de Cantabria que se conmemora estos días con cierta pompa, con menos sintonía de lo que sería deseable entre el Gobierno y el Parlamento, las dos principales instituciones, y entre los dos partidos de la coalición gubernamental, PRC y PSOE. Con interpretaciones interesadas sobre las aportaciones de cada fuerza política y de cada líder a la construcción autonómica y con un tono bastante complaciente en la mayor parte de los portavoces partidarios que han analizado el devenir del proceso.
Mucho entusiasmo y poca autocrítica. No se pueden negar los avances que ha alentado el modelo autonómico en el acercamiento de la gestión a los ciudadanos, en la modernización global, en la identidad y el orgullo de pertenencia a la región sin menoscabo del sentimiento nacional. Tampoco hay por qué ocultar los pasos equivocados. Sin ir más lejos en la sanidad, que ha enseñado sus carencias de coordinación durante la pandemia frente a la eficacia demostrada por el anterior sistema de salud, con el Insalud al frente, en la atención a los pacientes en cualquier punto de España donde se encontrasen. O en la educación, donde la efervescencia identitaria de cada comunidad tiende a ocultar u oscurecer la historia común del país. O la irrefrenable pulsión legislativa de los parlamentos regionales que, puestos a hacer leyes sobre cualquier cosa, construyen un galimatías de normas diferentes en las 17 comunidades que sólo fomentan la burocracia y entorpecen las actividades socio-económicas en toda España.
Frente al fervor autonómico de los partidos gobernantes en Cantabria que sólo ven señales de progreso por el autogobierno en los últimos 40 años, otras voces críticas lamentan el estancamiento o la pérdida de peso de la comunidad en el escalafón socio-económico nacional durante ese tiempo y la extrema dependencia del trato que dispense Madrid, o formulan, como el historiador y periodista Juan Luis Fernández, propuestas concretas para reactivar el vigor de la comunidad. El PP va más lejos cuando resume que el Gobierno bipartito que preside Revilla ha convertido la autonomía en un permanente ejercicio de sumisión a los caprichos de Pedro Sánchez en Madrid.
Con respecto al desarrollo autonómico, no parece que haya ideas muy claras ni compartidas sobre el rumbo a tomar en el futuro cercano, máxime cuando está muy en el aire un factor de enorme trascendencia como la financiación autonómica. De vez en cuando surgen vagos llamamientos al consenso para reformar de nuevo el estatuto con objetivos de amplio calado como los que consagró el Pacto de Carmona en 1998. El presidente Revilla defiende estos días la reforma estatutaria para crear un tribunal de cuentas propio. Los autonomistas más ambiciosos postulan la cogestión con el Estado de instituciones como la UIMP o Altamira o una mayor intervención en los impuestos, o los trenes de cercanías si fuera un plan sostenible... Y desde luego, la convocatoria de elecciones anticipadas sin depender del calendario nacional. Es decir, no como en Madrid que debe volver las urnas en mayo de 2023, sino como en Castilla y León, que después de este 13 de febrero tendrá cuatro años por delante hasta los siguientes comicios. Los más prudentes, en cambio, sostienen que antes de plantear más reformas estatutarias habría que discutir por qué no se han puesto en marcha algunas competencias ya disponibles, como la Oficina del Defensor del Pueblo o el Consejo Jurídico Consultivo para el asesoramiento de las instituciones autonómicas y locales.
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