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Un charrán sobrevuela Bruma. Las gaviotas se adueñan del aire, pero se ven también, a veces, araos y cormoranes y garcetas. Un yatuco, el 'Abuelo Paco', deja atrás Nube y enfila la canal enmarcada por balizas de señales, verdes a estribor y rojas a babor. ... En los muelles, los pescadores andan a maganos y antes a cachones, según la temporada, y aunque bedaos, julias, cabras o jargos son apreciados, esperan pacientemente un premio mayor, el de la lubina o la dorada. Enfrente de la ciudad, tras los pueblos del sur, se elevan Peña Rocías, Porracolina, Lunada, Castro Valnera, las Tetas de Liérganes y Peña Cabarga, entre otras cumbres, y en los días claros asoman Cordel y Tres Mares. Destacan los verdes y platas en la bahía de José Hierro, la que todo lo nombra, hasta las boyas: Nube, la uno; Las Hueras, la seis; Bruma, la siete; Comisaria y una treintena.
Santander es más que su bahía, pero es menos sin ella. El viajero quizá se sorprenda ante la belleza singular de una de las ensenadas más hermosas del mundo, y admire la presencia lujosa del ferry 'Pont-Aven', la salida de los barcos cocheros, los veleros y las lanchas pedreñeras que la cruzan, pero esto es la superficie colorista de una lámina de agua acogedora y templada, de la que participan, junto a la capital, los ayuntamientos de Camargo, El Astillero, Marina de Cudeyo, Ribamontán al Mar y Villaescusa. En el arco que todos ellos forman se concentra casi la mitad de la población de Cantabria. La más amplia bahía del norte, pilar principal de la economía, es el espejo natal de Gerardo Diego en el que se reflejan «montañas, cielo y luz de La Montaña» y se miran, a ras de suelo o desde la altura, algunos de los edificios más emblemáticos de la ciudad.
En este abrigo natural, la luz de Santander «es muy sutil, casi metafísica», como la definió al descubrirla Renzo Piano, el arquitecto del Centro Botín. Es un cosmos de grises, verdes, ocres, rosas, negros, azules y platas, espumas blancas congeladas por las acuarelas de los pintores. Es el asombro de Alberti frente a sus cambiantes tonalidades, después de contemplar, de pie y descalzo, el soñado y bravo Cantábrico: «Perdonadme, marineros, / sí, perdonadme que lloren / mis mares chicas del sur / ante los mares del norte». Son las «caricias de oleaje» de los poemas de otoñada de Camus; la «novia del mar» de Sepúlveda; el regreso melancólico de Pick -«otra vez, Santander, aquí me tienes, / descansando en la paz de tu bahía»- y el cristal feliz de la niñez huraña de Diego: «La muerte, madre mía, a ti me una, / agua en tu agua, arena de tu arena».
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