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Cuando la Navidad asoma en nuestro pequeño horizonte y se sitúa cerca de nosotros, nos ilumina con sus luces y soniquetes, nos sumerge en los aromas tradicionales de mazapán y turrón y nos envuelve en un viento frío y una lluvia rebelde que se mueve ... como una película y se introduce por dentro de nuestras ropas, a diferencia de como lo hace en la vecina Castilla, pues, aquí, generalmente llueve de abajo a arriba, trepando la humedad por nuestro cuerpo hasta cubrirnos con su manto… Toda esta belleza la hace como un espacio de tiempo singular, diferente, distinto, que impresiona, que se mueve por otros patrones de comportamiento, con relojes singulares que marcan los límites de otra forma, y que por ello nos estigmatiza, señalando con fuerza su presencia, a través de diferentes actos que nuestra memoria evocará, de forma fresca y espontánea, eternamente.
Cada año por estas fechas, mi abuelo paterno llegaba a casa a desayunar sopas de ajo con todos nosotros. Sopas especiales, por sus condimentos y por lo que representaban para la familia. Mi padre se había levantado temprano, muy temprano, y con troncos de encina hacia un fuego sobre el que colocaba un madero de muy respetables dimensiones, y que duraba a pleno fuego durante todo el día. Mi abuelo, viudo, siempre repetía el mismo discurso: «pon ese cepo a la lumbre, que nos dé luz y nos dé calor, y celebraremos el santo, del nacimiento de Dios». Tras santiguarnos, comenzaba el desayuno, todos mojando en la misma cazuela de Pereruela, teja cocida con brillo especial.
Hoy me emociono trayendo al presente aquellos desayunos, muy afines a la Santa Cena, por el amor que nos envolvía, aunque muy lejano en el tiempo, pero que en el fondo, estructura y dinámica, física y emocional, guardan una estrecha similitud, dando paso a la presencia de algunos, no muchos, dulces caseros y frutos secos, especialmente almendras y nueces, frutos que se recolectaban del campo de nuestras fincas.
Son momentos que nos marcan, momentos que, junto a otros, cuyas vivencias llegan muy hondo, nos proporcionan los fundamentos de la vida de cada uno, haciéndola más sencilla, amable, cercana y entrañable. Porque no hace falta el teléfono móvil, el robot que te responde como el loro, ni cualquier otra presencia sonora siempre hueca, o no sonora. Son sentimientos en la humildad y el recogimiento. No más que almendras, nueces o castañas, no más que un dulce realizado con amor, entusiasmo y alegría en el hogar. La cocina romana, el hogar en el suelo, caliente, al que nos tengamos que acercar para sentir su calor, y con ello juntarnos más y más, es suficiente.
Desde este lugar entrañable, en el que la generosidad y el amor son los protagonistas, nos impresiona nuestra inquieta, irritante, enfrentada y destructora sociedad actual, cómo la entrada en la riqueza nos ha ido cambiando, alejándonos a los individuos de la sociedad. Teniendo como objetivo la paz, nos preparamos para la guerra; teniendo como objetivo la conservación del medio ambiente, para que cada día pueda ser más habitable nuestro mundo, proporcionándonos mayor grado de confort, lo estemos destruyendo, contaminándolo mediante la construcción de fábricas en las que se generan productos que nos facilitan la vida cuando en realidad lo que hacen es acercarnos cada vez más a la enfermedad y a la muerte.
Realmente, hoy se da la circunstancia que muchos ciudadanos expresan sus quejas por la deriva que hemos tomado, por el equívoco entre progreso y bienestar social, por la dicotomía entre tecnología y vida saludable, pero aquí nos quedamos todos, en las quejas, que reiteramos cada día.
Se hace obligada la reflexión, la crítica, una visión objetiva de la realidad, para que cada individuo, a pesar de alejarse del redil, realice una labor de control solidario, abra un paréntesis de meditación y tome caminos sencillos y amables aunque sólo sea con almendras, nueces y castañas, porque cuando estas se toman con satisfacción, no hace falta mucho más.
Desde hoy, en la medida en que nos sea posible, más que criticar, analicemos nuestro itinerario a seguir, así como nuestras posibles alternativas, desde la sabiduría de que todos los caminos, al final, nos llevan al mismo lugar. Por ello es bueno tomar, o retomar, el más sencillo, aquel en el que nos sintamos más acogidos, más abrigados, más cercanos a los otros.
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