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He visitado Valladolid, lugar que me acogió en mi juventud, y donde crecí y me desarrollé, alcanzando la mayoría de edad; además allí conseguí una formación específica, que me ha permitido formar una familia. El objetivo era compartir unos días con mis hermanas, que hacía ... tiempo que no veía, además de visitar a un familiar, que después de muchos años de trabajo, de disfrutar de compañía con la que tuvo hijos, viudo y triste ha sufrido una enfermedad, y está en estos momentos en el final de su vida. Me acerqué por la mañana a la residencia donde está ingresado, y dormía, ya duerme todo el día, y además se alimenta vía parenteral, no realiza movimiento alguno, ni emite sonidos de ningún tipo, ni se agita ni se inquieta, nada demanda, sólo respira de forma suave, cuyo eco se hace imperceptible; espera con los ojos cerrados que se apague su luz interior, esa que nos permite pensar, imaginar, proyectar nuestros actos, ordenar nuestras ideas, en definitiva, estar con los otros estando aquí.
Después de un tiempo de observación, en el que no percibí ni movimientos, ni gestos, ni sonidos fruto de alguna función fisiológica, me vino a mi mente las veces que la vida me ha permitido estar al lado de alguna persona que nos deja, y con ello reflexionar sobre esa liminalidad de no estar en ningún lugar, entre un apagón y un encendido, entre dejar de ser y ser nuevamente; y en este punto tan interesante por lo trascendente, que ha sido motivo de múltiples libros y películas, que se ha descrito casi de todo, teniendo en muchos casos el referente de alguna persona que, desconectada, ha vuelto a conectar con la vida.
Nosotros, en este tránsito, podemos separar lo que observamos cuando estamos frente a una persona en plena despedida: gesto, mirada, respiración, posición física, aspecto, la presencia de agitación, especialmente cuando haya experimentado algún trauma, y aquello que ocurre en la oscuridad, que no trasciende, y que 'parece' que el individuo vive, dejándole una impresión determinada, que es capaz de referir, o comentar, o comunicar, de una forma quizás no clara totalmente, pero sí, su experiencia vivida desde la penumbra para el observador. Porque no son pocas personas las que, situadas en la desconexión de la vida, y pasando la cortina del silencio, traspasando esa puerta donde comienza la liminalidad, se han encontrado en un estado de placer, serenidad y gozo, en medio de un espacio vacío, a la vez repleto de luz. Incluso alguno describe la visión de alguna imagen «hipnagógica», cuya forma generalmente difusa puede recordarnos a un ser espiritual y querido; y cuando están en plena conexión disfrutadora, alguien les arranca, para recuperar el lugar que abandonaron.
Sólo hace unos meses, he escuchado a un niño de 10 años un episodio de este tipo. Jugando con otros niños, subió a un cabañal de más de cuatro metros de altura en busca de un balón. En pleno movimiento, encontró en su camino un agujero por el que se precipitó; el enorme golpe le impidió la respiración y su madre, situada a su lado, le apretó sobre su pecho. En este instante, el niño refiere que corría por una pradera golpeando la pelota, que le devolvían seres angelicales desconocidos; fueron unos segundos, pero unos segundos felices, «hasta que una pelota alcanzó mi cabeza y bruscamente superé la puerta de la vida, que había doblado».
No sé el alma qué papel juega en este proceso, desde que Platón la situó dentro del cuerpo, pero que supera el proceso de putrefacción de este, pasando por Aristóteles, cuya opinión es que está pegada al cuerpo, penetrando en la idea de Kant, que entiende que su camino es distinto al del cuerpo, moviéndole el ansia de la salvación, postulando por ello la inmortalidad del alma, desde el convencimiento de que el ser humano se hace digno de una felicidad que este mundo no ofrece. Pero a partir del siglo de las luces, David Hume, desde un insobornable empirismo, vincula reacciones paralelas del cuerpo y alma, de tal forma que cuando muere el cuerpo muere el alma. Desaparecida la teoría clásica de que cuerpo y alma algún día se encontrarán, de tal forma que ni la teología ni la filosofía supieron abordar realmente el tema, surgen Zubiri y Ellacuría para afirmar que quien sobrevive y es inmortal no es el alma, es el cuerpo y el alma, para rematar Laín Entralgo con el comentario «moriremos por completo, pero resucitaremos la persona entera», siendo un saber de creencia, no de evidencia.
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