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El 11 de mayo de 1960, a las seis y media de la tarde, tres hombres se acercaron a Ricardo Klement, un alemán que vivía en Buenos Aires. Lo metieron en un coche y lo llevaron a una casa alquilada en la misma ciudad. El ... interrogatorio no fue muy largo, Klement en seguida les dijo: «Ich bin Adolf Eichmann», yo soy Adolf Eichmann. Es decir, el teniente coronel que durante la Segunda Guerra Mundial estuvo a cargo de los transportes de los deportados a los campos de concentración en Alemania y Europa del Este. Lo llevaron a Jerusalén, donde Eichmann fue juzgado y condenado a muerte. Este proceso se alargó hasta diciembre de 1961, sin contar la apelación, y a él asistió la filósofa Hannah Arendt. Era una filósofa judía nacida en Alemania que había huido a Estados Unidos en 1941. Al encontrarse frente a Eichmann, escribió que «a pesar de los esfuerzos del fiscal, cualquiera podía darse cuenta de que aquel hombre no era un monstruo». Arendt ve a un hombre no muy inteligente que habla con frases hechas y a quien le sigue preocupando no haber llegado a coronel.
Este criminal nazi no es un fanático antisemita, ni un genio del mal, ni un loco que obtuviera placer al saberse responsable de la muerte de millones de personas. «Únicamente la pura y simple irreflexión (...) fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo», escribe la filósofa. «No era estupidez, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar».
Se trata de lo que Arendt llama «la banalidad del mal». Para Eichmann, la Solución Final «constituía un trabajo, una rutina cotidiana, con sus buenos y malos momentos». De hecho, «Eichmann no fue atormentado por problemas de conciencia. Sus pensamientos quedaron totalmente absorbidos por la formidable tarea de organización y administración que tenía que desarrollar». Estamos ante un nuevo tipo de maldad que a través de la burocracia transforma «a los hombres en funcionarios y simples ruedecillas de la maquinaria administrativa». Eichmann no era una excepción: lo más grave fue que «hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terroríficamente normales». Unos 200 supervivientes y exprisioneros, se han congregado el 27 de enero en Auschwitz para recordar el 75 aniversario de la liberación de este campo de concentración. Varias decenas de jefes de Estado y de Gobierno han acompañado a las víctimas del Holocausto.
Siempre tenemos la obligación moral de preguntarnos cuáles son las consecuencias de nuestras acciones: ¿qué efectos tiene en los demás lo que para nosotros no es más que un trabajo de oficina? ¿Nuestra empresa contamina, por ejemplo, o pone a otras personas en dificultades económicas? ¿Y qué hay de lo que compramos? ¿Está producido de forma ética o a costa de la indefensión económica de los trabajadores? En el 'Gorgias', de Platón, Sócrates defiende que es mejor sufrir una injusticia que cometerla. No podemos renunciar al pensamiento crítico y conformarnos con ser otro engranaje o quedarnos al margen como meros espectadores. ¿Cómo lo ve?
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