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Venía yo cavilando, de vuelta ayer a casa, sobre las numerosas polémicas que genera, de un tiempo a esta parte, el uso de la bandera ... de España en lugares públicos o privados. Fuera de eventos deportivos internacionales, donde aparentemente molesta menos, la exhibición de la bandera de España parece producir cierta urticaria en algunos conciudadanos que no acabo de entender. Mientras que en otros países es respetada, venerada y motivo de orgullo nacional en fachadas, gorras, camisetas, suvenires y todo tipo de objetos personales, en el nuestro, aparte de que su uso es considerado hortera incluso por quienes, sin embargo, visten las de aquellos otros países, es causa de constante controversia, porque se ha politizado con el cada vez mayor protagonismo de fuerzas extremistas en la vida pública. La más izquierdosa ve en ella el rescoldo de una imposición franquista y pretende volver a la tricolor de la Segunda República; la más derechosa la usa como símbolo de la unidad e identidad de España frente a proclamas independentistas y disgregadoras.
Cualquier ocasión es buena para la bronca a cuenta de la bandera. Hace unos meses, leí una noticia que informaba sobre una discusión en un bar de mi ciudad entre unos clientes y los camareros, porque estos llevaban banderita de España en sus mascarillas. Desde hace unos años, en algunas ciudades lucen banderas de España enormes que un día sí y otro también son objeto de discusión: los unos dicen que por qué y para qué, los otros que por qué no. Estas mismas Navidades ha habido otras polémicas, como la provocada por su exposición a lo grande en luminosos árboles de Navidad gigantes de muchas ciudades o la surgida por su proyección en la Casa de Correos de la Puerta del Sol de Madrid, una «provocación», al decir de algunos, a la que TVE respondió bochornosamente a base de ocultarla a toda costa durante la transmisión de las campanadas de fin de año.
Me parece perverso que unos u otros utilicen la bandera nacional como arma política; y del todo enfermizo que ciudadanos de este país se avergüencen o sientan reparos de ensalzar una bandera que, lejos de haber sido impuesta por el franquismo, fue aprobada mayoritariamente por los españoles al refrendar la actual Constitución de 1978. Su traza en modo alguno es herencia del franquismo, sino de una tradición que se remonta a 1785, cuando Carlos III dispuso que su «Armada Naval y demás embarcaciones españolas» la portaran para evitar confusiones con banderas de otros países. Durante la Guerra de la Independencia, tropas, milicias, voluntarios y particulares la usaron como seña de la fuerte identidad nacional española, que entonces surgió del rechazo al invasor francés. Se oficializó en tiempos de Isabel II y solo durante los años de la Segunda República se modificó parcialmente; el franquismo tornó a una tradición que continuó después en democracia. Otra cosa es el escudo que puede incorporar. Este sí ha variado con los años y en distintos regímenes. El actual quedó aprobado en la ley de la bandera, de 1981, en plena democracia, por lo que no cabe, tampoco, entender que haya sido impuesto.
En el fondo, lo que subyace ahora mismo a toda esta guerra absurda es el grosero intento de algunas fuerzas políticas de aprovechar el delicado momento que atraviesa la Corona, para extender a su actual titular y a todo el que la defienda la horrible mancha de las conductas reprobables de su anterior titular y hacer valer sus purificadores ideales republicanos como solución democrática a los males del país. Buscan, en suma, deslegitimar al rey, como si hubiera sido impuesto también por el franquismo y no refrendado democráticamente, deponerlo e instaurar una tercera república.
Y tal pretensión, legítima, podría llevarse a efecto, si existiera una mayoría social y política, salida de las urnas y representada en el parlamento. Nuestra Constitución, de hecho, a diferencia de otras blindadas frente a determinados cambios, prevé los caminos por los que podría modificarse incluso la forma del Estado. Pero hoy por hoy está por ver que exista esa mayoría; lo democrático, en consecuencia, es cumplir las leyes y no enredar a los españoles con atajos inconstitucionales y enfrentamientos.
Si un día cambian constitucional y democráticamente el modelo de Estado, leyes y símbolos como la bandera o el himno nacional, yo seré el primero en defenderlos con el mismo orgullo con que ahora defiendo los que tenemos: son los que representan a todos, incluso a quienes dicen que no les representan.
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Ana del Castillo
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