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En alguna otra ocasión he traído al presente el pueblo donde vi por primera vez la luz, un lugar polvoriento, con casas de adobe y tapial, casi uniformes, en las que se convivía con los animales (generalmente mulas dedicadas a las tareas típicas del campo) ... y que estaban presididas por puertas de dos hojas, la de arriba siempre abierta como invitando a pasar a los transeúntes. Hogares romanos, a ras del suelo, calentados por madera de almendro o de pino, con pequeñas cocinas donde, además de las viandas, se hacían reuniones familiares. Lo que hoy denominamos salón comedor.
Teníamos en el pueblo dos escuelas con ventanas que no ajustaban (amén de que los cristales, cuando no estaban rotos directamente habían desaparecidos) y una puerta de entrada deteriorada por pintadas o señales groseras hechas a navaja. En los días de invierno, la temperatura podía llegar en ocasiones hasta los 10 grados bajo cero que, con calzado viejo e inadecuado –lo mismo que la ropa– y a pesar de poner en los pies una lata grande de sardinas con el rescoldo y brasas que restábamos del hogar de casa, hacía muy difícil difícil escribir, leer o simplemente sentarse. Estábamos congelados.
El maestro que ejercía cuando yo estaba escolarizado era muy inquieto, muy temperamental, muy exigente y muy trabajador, aunque en ocasiones no se da- ba cuenta de nuestra realidad. En ocasiones no se había ordeñado a la cabra cuya leche nos alimentaba por las mañanas y nos sentíamos hipoglucémicos. Hasta que no llegaba el recreo, que te daba tiempo de ir a casa corriendo, tomar una tazón de leche con pan, de diez o más días, que reconfortaba.
Haciéndose caro de la situación de la comunidad, sin agua, más que la que emanaba de dos pozos a los que las mujeres se dirigían cada mañana para cargar sus cántaros, y ciertamente con muy escasos recursos, él ya nos hablaba de las becas. Significaba que, después de la escolarización normal, hasta la edad de los 14 años, uno podía seguir estudiando o formándose en escuelas superiores siempre y cuando el expediente académico lo permitiera.
Recuerdo el enorme empeño que él ponía en esta situación. «Podéis seguir estudiando y salir de esta situación de pobreza, pero para eso necesitáis notas altas y una ayuda económica del ministerio», decía el maestro. Era algo como fantasioso, porque nadie se podía imaginar salir de un pueblo y, sin recursos, dirigirse a una ciudad donde poder seguir estudiando y llegar a verse algún día como el médico del pueblo, que era, con el maestro, la única persona en posesión de una carrera.
De ahí partimos los niños de entonces. De esa oscura nebulosa, de ese infierno ciego y triste, de esa pena que ahogaba, de ese monstruo amenazante que oprimía especialmente cuando la cabra no daba leche o las gallinas no ponían los huevos necesarios. Sé desde entonces qué es una beca, sé cómo nació la idea así como la energía que la alumbró, la miseria, la desgracia social, la ignorancia y especialmente la pobreza, no la falta de recursos, sino la ausencia de recursos, pues unos garbanzos en la era, que fueran pasto de una tormenta de verano, dejaban a más de una familia viviendo un año de prestado, porque la solidaridad era el mayor elemento cohesionador.
Desde estos antecedentes, desde la sabiduría y experiencia que te muestra la verdad, resulta cuando menos chirriante escuchar aseveraciones como las pronunciadas por la presidenta de la Comunidad de Madrid, cuando el 34% de los parados no tienen derecho a nada, cuando más de tres millones de ciudadanos viven en estado de exclusión social, cuando tantas y tantas familias viven con sueldos de miseria, cualquier persona normal, sin prejuicios, tiene dificultad para entender, y menos para compartir, que las becas pueden ser solicitadas y concedidas a jóvenes cuyos padres obtienen rentas cuantiosas.
La esencia de las becas es permitir que jóvenes brillantes, que cultivan el sacrificio y la constancia en el estudio, obteniendo el premio de conseguir óptimas notas, puedan seguir formándose a pesar de carecer de recursos económicos, circunstancia que no ha de excluir a que estudiantes brillantes, hijos de familias acomodadas, puedan tener cierta compensación económica al ser matriculados en cualquiera de los centros públicos de enseñanza.
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