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El pasado debate de orientación política sacó adelante una propuesta regionalista sobre la toponimia cántabra que ha sido tratada recientemente en este periódico. Se trataba de una moción presentada, entre otros motivos, porque siendo un aspecto de nuestra identidad, su vulnerabilidad se está manifestando con ... toda crudeza por mor de los avances tecnológicos, subyaciendo una previa desatención por parte de las administraciones.
Fue sintomático el artículo que publicó El Diario Montañés recogiendo una serie de errores de diferente origen que, por esa debilidad de base, ahora se reproducen hasta el infinito a través de internet. Acertadamente, ponía como ejemplo paradigmático lo ocurrido con la Isla de Mogro o Mogru, hoy conocida como Mouro por un error de transcripción que consolidó la corrupción del término.
El por qué de los errores tiene un fácil diagnóstico: se han registrado de forma descontextualizada favorecidos por una situación social de diglosia extendida en el tiempo y acentuándose por un tratamiento posterior en órganos de gestión de fuera de Cantabria. Trasladados después a la cartografía pública, se asumen implícitamente en una suerte de oficialización del error.
Corregir los topónimos corrompidos pudiera resultar relativamente sencillo, pero la profundidad del problema invitaba a ir más allá. Y ahí se enmarcaba la propuesta, a desarrollar un completo programa de investigación, recopilación y contextualización de nuestra toponimia porque hoy, aparte de errores, se ciernen amenazas que acentúan la fragilidad per se de este patrimonio. La primera, asumir la realidad de encontrarse en la antesala de la desaparición de miles de topónimos y microtopónimos: porque existen únicamente en la memoria de los mayores y de los habitantes de un mundo rural que poco a poco se va despoblando; porque muchos son de uso común en el ámbito agrícola y ganadero, pero cada vez hay menos trabajadores y espacios de uso; porque las nuevas herramientas de posicionamiento sustituyen la orientación visual basada en accidentes topográficos, referente para las gentes del mar.
Y la segunda, la perpetuación de clichés y estereotipos que se resisten a ser superados: es necesario contextualizar los topónimos en su entorno porque, de lo contrario, se modifica la idea del lugar a la que va asociada, el término carece de sentido con la cultura, la historia o la geografía donde se encuentra. Una suerte de dignificación de nuestro patrimonio cultural inmaterial. Hay ejemplos palmarios; el artículo de El Diario Montañés sacó uno de los más conocidos, el de Portio, que deviene del registrado prosaicamente como Portío, corrupción del original Portíu o Purtíu, que sí hace referencia al espacio donde se ubica.
Valga este ejemplo para traer aquí el concepto de los geoparques mundiales de la UNESCO, cual es el de Costa Quebrada, en el que se ubica esa playa: conectar el patrimonio geológico con los demás aspectos del patrimonio natural y cultural de la zona, lo que incluye la recuperación del patrimonio inmaterial, que abarca muchas expresiones, entre ellas la toponimia. Precisamente eso es lo que hay que hacer, pero a nivel general.
La tarea así vista es ardua y no menor. Pero también imprescindible, porque como afirmaba el catedrático Ramírez Sádaba, un topónimo no deja de ser un fósil, un testimonio del pasado que permite conocer qué pueblo ocupó el territorio, en qué forma lo hizo, qué lengua hablaba y qué acontecimientos sucedieron después. Y como la fosilización se produce en un momento concreto, el topónimo se convierte en testimonio de los grados evolutivos de las lenguas que se hablaron en ese territorio y de las gentes que le ocuparon. García de Cortázar decía que la toponimia es un producto de la historia de una comunidad humana y, como tal, sirve de testimonio de la evolución de esa comunidad.
La recuperación, clasificación y normalización de nuestra toponimia es una tarea pendiente, necesaria y absolutamente urgente. La voluntad de muchos, que han compilado miles de topónimos, debe aprovecharse y valorarse, al igual que la de los empleados públicos que han respetado fielmente la esencia del topónimo y corregido lo que ha estado en su mano.
Y hemos de ser nosotros los cántabros quienes traslademos esa tarea a la cartografía de la comunidad autónoma, trasladando esa nomenclatura oficial al Instituto Geográfico.
El reto es ambicioso, pero ineludible. Porque ahora que tenemos la ventaja de tener más posibilidades, el problema se manifiesta con toda crudeza, reproduciéndose errores sin remedio para sonrojo de las administraciones, que pagan portales de información turística, medioambiental o cultural para fosilizar involuntariamente un proceso aculturizador, un Mouro 2.0 que es necesario frenar. Pongámonos pues a ello.
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