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El lunes pasado, el rey Juan Carlos I dejó España y trasladó su residencia a otro país por tiempo indefinido cediendo a las exigencias de una discreta maniobra gubernamental. Se ha producido la paradoja de que la misma opinión pública que exigía con furioso ... clamoreo esa urgente salida, cuando finalmente ésta ha tenido lugar, ha descargado después sobre su protagonista su ira y desprecio. Por eso conviene distinguir entre la decisión de trasladarse y las causas que motivan dicha decisión. La primera seguramente merece aplauso; las segundas, en cambio, censura.
La carta, hecha pública anteayer, que Juan Carlos I dirige a su hijo es literaria y retóricamente negligente, escrita con esa ambigüedad calculada, sin elegancia ni estilo, que es propia de las declaraciones oficiales en las que cada palabra está revisada por mil ojos expertos, responde a plumas variadas y trata de armonizar intereses encontrados. En ella se alude a la causa que andábamos buscando: «Ante la repercusión pública que están generando ciertos acontecimientos de mi vida privada, deseo manifestarte mi absoluta disponibilidad para contribuir a facilitar el ejercicio de tus funciones», disponibilidad que se concreta en el referido traslado, el cual viene exigido, dice, por «mi legado y mi propia dignidad como persona». Felipe VI aprovecha el acuse de recibo de la carta para destacar «la importancia histórica que representa el reinado de su padre, como legado y obra política e institucional de servicio a España y a la democracia».
De donde se sigue que es la administración del legado la causa última del viaje. Un legado es una disposición testamentaria que hace el testador para después de muerto. En este caso, debido a la abdicación, Juan Carlos Borbón dejó de reinar hace años y ahora puede pensar en vida en la transmisión de su legado y aún está a tiempo de protegerlo. Esta circunstancia curiosa me ha recordado la novela Gilead, de Maryline Robinson. Un pastor protestante de un pueblo perdido de Estados Unidos, que se ha casado mayor y tiene un niño pequeño, escribe a éste el relato de su vida, con las lecciones más importantes que ha aprendido de ella, para que lo lea cuando sea mayor y su autor probablemente haya muerto. Ambos protagonistas cuidan en vida de su legado. ¿Cuál es el de Juan Carlos I?
Ateniéndonos a lo expresado en la carta, la contestación debe diferenciar entre vida pública y privada. En la pública, su contribución se compendia en tres momentos de tres décadas sucesivas: la Transición, la resistencia al 23-F y la modernización de España en los noventa. Los tres momentos hubieran tenido lugar muy probablemente sin él, pero sin él lo habrían hecho peor. Por su magnitud, me centro ahora en el primero, donde descolló como revolucionario.
Una revolución consiste en un tránsito súbito de soberanía. En 1975 ésta descansaba en un dictador militar; en 1978, en el pueblo español. El poder del jefe del Estado se había vaciado de contenido en sólo tres años a impulsos precisamente del nuevo jefe del Estado. Y esta transición revolucionaria se había perfeccionado, a diferencia de todas las anteriores, siempre sangrientas y violentas, de manera pacífica, limpia y ejemplar. Esta contribución no es cualquiera cosa: merece considerarse un prodigio civilizatorio sin precedentes.
Pero la vida privada de tal individuo, por alguna razón que se me escapa, se deslizó pendiente abajo, parece que desde muy pronto, por los terrenos de una vulgaridad moral extrema, que desmerecía no sólo de su elevada posición constitucional, sino de la decencia exigible a un ciudadano corriente. Se diría que se manchó con hábitos del nuevorriquismo rampante en esas décadas, amasando fortunas en cantidades y por vías que repugnan un sentido elemental del decoro, y que cedió al capricho regio, muy antiguo régimen, en la elección y frecuentación de amigos y amigas. El extravío de su vida privada ha alcanzado tal cima de espectacularidad que había riesgo cierto de que malograse el legado de la pública.
No me declaro ni juancarlista, ni felipista, ni siquiera monárquico. Yo me declaro constitucionalista y, de momento, nuestra Constitución define a España como monarquía parlamentaria. A mí me gustaría que esta Constitución durase mucho tiempo y ganara larga tradición democrática. Si la salida del rey emérito contribuye a este fin, «buen viaje, majestad».
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