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El honor, la dignidad. Pertenecen a ese grupo de grandes conceptos que se han quedado vacíos de sentido. Antaño sostuvieron la convivencia y alimentaban ... un mínimo de confianza en la condición honesta de nuestros seres más cercanos: confiábamos la llave de casa al vecino, con un apretón de manos cerrábamos un trato, se respetaba por encima de todo la palabra dada.
Poco a poco, sin embargo, fueron ganando terreno la desconfianza y el recelo. Perdimos la confianza en el prójimo. Y empezamos a vivir sorteando asechanzas. Todo esto nos llevó a perder la alegría de vivir. Fiarse de los demás empezó a convertirse en una ingenuidad propia de niños. Y empezamos a sospechar alguna intención oculta en cada gesto magnánimo y en cada actitud desinteresada. La astucia podía más que el candor; el hombre taimado llegaba más lejos que el abiertamente bondadoso. Fue así como nos habituamos a vivir dominados por una actitud de sospecha. En nuestra época, un acto deshonroso no lleva aparejada la pérdida de la estima social. El relativismo moral ha destruido las coordenadas básicas de la vida en común. Y, en lo que al sector público se refiere, el sectarismo dominante ha provocado que los comportamientos sean despreciables o no, dependiendo de la filiación ideológica del que los ha cometido. ¿No se han dejado a un lado los baremos objetivos con los que en una sociedad sana debe sancionar las conductas más indecorosas?
No obstante, el sentido de ejemplaridad no pertenece a una época definitivamente pasada, sino que seguimos necesitando un mínimo de decencia sobre el que sustentar una civilización que se descompone. Seguimos requiriendo el testimonio vivo de las personas que no buscan por encima de todo el afán de poder o la ciega ambición de notoriedad. Pero eso no lo encontramos habitualmente en los periódicos ni en las pantallas de los televisores.
Hemos de mirar hacia el ámbito más próximo y familiar, en el que, cada día, el desvelo incesante hacia los otros y el amor por el trabajo bien hecho alientan anónimamente el esfuerzo que sostiene nuestro mundo. Es allí donde germinará la semilla de nuestra esperanza.
«Raras veces nos salen al encuentro hombres felices: no quieren llamar la atención. Pero aún viven entre nosotros, en sus celdas y buhardillas, sumidos en el conocimiento, la contemplación, la adoración en los desiertos, en las ermitas bajo el techo del mundo. Tal vez a ellos se deba que nos llegue todavía el calor, la fuerza superior de la vida», ha proclamado Ernst Jünger, que seguramente es el testimonio más preclaro de la resistencia de un hombre a dejarse vencer por la desesperación y el vacío de su época.
El honor tiene su aplicación en dos direcciones dentro de la vida cristiana. En primer lugar, el cristiano tiene que hacer de toda su vida un honrar y dar gloria a Dios padre, por el hijo y en el espíritu: «Por Cristo, con él y en él, a ti Dios padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos», proclamamos al final de la plegaria eucarística de cada misa.
Los cristianos mártires de todos los tiempos aseguran que hay que ser fieles a los compromisos adquiridos en el bautismo y a la palabra empeñada de seguir a Cristo incluso dando la vida por él. En segundo lugar, en dirección a los demás: el cuarto mandamiento se dirige expresamente a los hijos en sus relaciones con sus padres, pero se refiere también al resto de los familiares en general. Más aún, exige que se dé honor, afecto y reconocimiento a los abuelos. Y se extiende a los deberes de los alumnos respecto a los maestros, a los subordinados respecto a sus jefes, a los empleados respecto a los patronos.
El cumplimiento del cuarto mandamiento lleva consigo su recompensa: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el señor, tu dios, te va a dar» (Ex 20, 12; Dt 5, 16).
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