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Los niños no decían tiovivo ni carrusel sino caballitos. Vamos a los caballitos. Los caballitos de Santander durante el año, distintos a los de ... los feriantes que nos visitan en julio, eran los de este matrimonio que ahora se jubila y deja un vacío en la plaza de Pombo y en una ciudad que cambia poco a poco, y sin remedio, sus señas de identidad. Los caballitos de Amparo y José, muy viajeros en su andadura circular, lo fueron también en sus obligados traslados por lugares diferentes y distantes, pero habían encontrado acomodo definitivo en su segunda estancia en Pombo, a escasos pasos de la cafetería Alaska, a la que acuden cada tarde, una vez corrida la lona, para compartir tertulia y, cuando toca, ver en la televisión los partidos del Real Madrid. Los caballitos tradicionales, siempre presentes desde que tenemos memoria, echan el cierre después de más de un siglo de actividad.
El centro se transforma. A pocos metros de los caballitos todo está en obras. El Club de Regatas remoza a fondo su porte singular y convierte en hotel sus plantas superiores; la sede de Banco de Santander se prepara para su trascendente metamorfosis de entidad financiera a uno de los primeros museos del país, y lo que fuera edificio del Banco Mercantil -Banesto, más tarde- es remodelado para acoger las futuras instalaciones del Santander. También como producto de la iniciativa privada, el Centro Botín, herido en la piel y excesivamente burocrático en su acceso, programa una interesante actividad. Un poco más allá, no demasiado, el museo de papel del Reina Sofía y Archivo Lafuente, porque solo en el papel existe, mantiene un sueño prolongado, aunque ligeramente menos profundo que el del utópico Museo de Prehistoria, en manos ambos de las administraciones públicas.
Será otro Santander que ya no verán los caballitos de Pombo, último símbolo de los recuerdos infantiles en un barrio de pintores, músicos, historiadores, curas, poetas y periodistas que ha perdido parte de su esencia, forjada cuando en Cañadío no había bares sino la iglesia de Santa Lucía, los ultramarinos de Angelines, los radiadores de Paco, las bicicletas de San Miguel, el taxi número uno de Leoncio Mayo, el Garaje Sancho, la confitería Frypsia, la cristalería Soriano, la tienda de Arte Cristiano, una imprenta y otros negocios. Estaba en pie el Teatro Pereda, Goofy y Salas vendían barquillos en los Jardines, en cuyo estanque nadaban los cisnes, y se veía a fotógrafos ambulantes, se compraban helados de La Polar y los niños montaban en briosos corceles de madera. «Quisiera saber las horas de mi niñez, / ver la película entera segunda vez», pero esto ni siquiera es posible en el poema de Diego.
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