La cachaza cuando no es licor
Nieves Bolado
Santander
Domingo, 8 de septiembre 2019, 08:28
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Nieves Bolado
Santander
Domingo, 8 de septiembre 2019, 08:28
La Abadía de Westminster tardó en construirse 500 años. La catedral de Milán se dio por concluida tras 577 años de trabajo. La de Colonia, después de 632. El castillo rojo de la Alhambra se demoró 600 años y la Sagrada Familia lleva acumulado un ... retraso de 130 años, a pesar de la auténtica sima en medios técnicos que separa estos hitos. En Torrelavega, para allá vamos, sin reparos ni sonrojo, en nuestro particular camino de destino en lo universal, con las obras de peatonalización de las calles Ancha y Carrera, que se están haciendo más largas que una Cuaresma en ayunas. En el siglo de la inteligencia artificial, aquí, andamos intentando la revolución inventando la rueda. En el siglo XXI, que ha parido Firefox, Skype, Facebook, YouTube, Twiter, iPhone o los automóviles sin conductor, en Torrelavega estamos desde febrero intentando acabar la peatonalización de dos calles –268 metros lineales– como si se estuviera enlosando la canadiense Yonge Street, con sus 56 kilómetros de recorrido, o la neoyorquina Brodway Street de 33 kilómetros de longitud. Y aún piden prórrogas para acabarlas.
El cierre al tráfico de estas vías tiene como objeto ver si así se descuelgan los cuarteados cartelones de 'se vende' o 'se alquila'. Se hace eliminando otras 50 plazas de aparcamiento rotatorio. Y van… Es cierto que, al tiempo, se 'crean' plazas gratuitas para dejar el coche –Torrelavega debe atraer a clientes periféricos que suelen llegar en vehículo– junto al campo de fútbol de 'El Malecón', en Tanos, o entre Campuzano y el barrio Covadonga. Puestos a alejar los automóviles del centro tampoco estaría mal trabajarse un estacionamiento en las estribaciones del monte Dobra. Todo, antes de tener el valor de imponer la OLA.
Sobre peatonalización hay teorías encontradas. Hubo una época en que se renegaba aduciendo que al cerrar al tráfico una calle se reducen las ventas porque la gente no puede aparcar. Sin embargo, es irrefutable que se gana en calidad de vida, crea un punto de atracción, mejora la trama urbana, gana el dinamismo comercial y se reducen los niveles de contaminación. Otra cosa muy distinta es si esta es la solución para engomar el ajado tejido comercial.
El comercio –única fuente fiable de empleo en Torrelavega hasta hace cuatro lustros– va esfumándose por cuestiones ajenas al tránsito de una calle. La falta de formación de quienes, forzados por el desempleo, intentan una salida en un sector que les es ajeno y alérgico a las improvisaciones. El de comerciante no es oficio para novatos, ni para ausentes de cordialidad, ni para afectados de solipsismo, tampoco para esos impacientes que unos minutos antes de la hora de cierre dan con la puerta en la nariz, ni para quienes creen que es un castigo doblar camisetas. Pero lo más dañino es el agujero negro del trámite burocrático, una especie de locura administrativa cuya resolución depende del volumen de trabajo que tenga un ayuntamiento en el momento de la petición de una licencia o de las ganas de un funcionario o un concejal. A quienes lo intentan les ahogan en una maraña de consultas, exigencias –a veces de muy difícil cumplimiento– que han llevado a España (informe Doing Business del Banco Mundial) al puesto 86 entre 190 países donde más costoso es abrir un negocio: se necesitan unos 100 días para conseguirlo, frente a las 12 horas que le cuesta a un neocelandés o el día y medio que tiene que esperar un canadiense.
El tercer factor está en el gran negocio que supuso el alquiler de un local cuando 'éramos ricos'. Se podía pagar en el centro de Torrelavega, por un espacio básico, 4.000 euros/mes. Esto llevó a la entelequia de que el mejor plan de pensiones no era incrementar la aportación a la Seguridad Social, sino una buena renta. Aquellos desorbitados precios son hoy un juguete roto, y cuando se han posado los pies en la tierra, ya es demasiado tarde. En el libro 'La Sabiduría de la Improvisación', Patricia Ryan Madson alude a un pensamiento que atribuye a Walter Benjamin, que parece ser que dijo que en la improvisación reside la fuerza. No sé si contradecirle.
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