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Los cadáveres se veían bien presentados, limpios, relucientes. Dos personas procuraban que nunca faltara el hielo, vital para la conservación. Los cuerpos eran expuestos y ordenados en hileras por nombres, clases y tamaños. La gente observaba y valoraba cuáles eran los de mayor calidad o ... los más apropiados o los más asequibles. Porque los muertos estaban en venta, tenían fijado un precio, y si lo que interesaba era una parte, y no el todo, se les troceaba sin miramientos. Por esta razón, algunos sufrían terribles mutilaciones, pero a nadie parecía importarle y miraban la escena con indiferencia mientras esperaban su turno. Si el comprador lo pedía, les cortaban la cabeza, arrancaban su piel y arrojaban las vísceras a un cajón. La pregunta clave para iniciar el proceso la hacía siempre la pescadera: «¿Cómo quiere que le prepare la lubina?».
Me encantaba escribir historias, algunas reales y otras inventadas, pero muchas más no eran ni una cosa ni la otra sino la mezcla de ambas, una realidad ficticia, el juego que viene de la noche de los tiempos y que consiste en la elección de un hecho cierto para construir, desde ahí, el relato creíble o la fábula buscada. Los chicos de ayer con pocos posibles teníamos recreo barato y entretenimientos de bajo coste y suplíamos la carencia de medios con una imaginación desbordante. Entre balones y canicas, chapas, regatos de tiza, comba y escondite, en los días de lluvia y en las largas tardes de invierno, contábamos unas trolas de cuidado. Con nosotros de protagonistas o privilegiados espectadores surgían monstruos, fantasmas, héroes invencibles y hadas del bosque, pues a veces se sumaban las niñas y parecía obligado mostrarles cierta deferencia.
Esa creatividad de vuelo raso estimulaba la competencia. Después, el parecer de la mayoría decidía el mejor cuento, el bulo original o el chascarrillo gracioso, porque las risas eran bienvenidas. Descubrí, entonces, que hasta las pequeñas aventuras literarias ofrecen mil caras y se puede y se debe optar por la más conveniente. Mucho antes de que Asimov y Clarke nos sumergieran en universos fascinantes, futuros impensables, seres extraños y mundos oscuros, la mente infantil advertía de que lo que importa es el final. No un final feliz o infortunado sino sorprendente y redondo. Quizá por eso fuera Asimov uno de mis autores de cabecera. El Buen Doctor mataba por un final, y era capaz de edificar imperios galácticos partiendo de un desenlace impactante, ya ideado, que solo revelaba en las últimas palabras de las últimas líneas de la última página.
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