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Me he despertado sobresaltado mientras caía al vacío desde un avión de la fuerza aérea de los Estados Unidos. Han sido impactantes esas imágenes del aeropuerto de Kabul donde la multitud desesperada persigue un Boeing C-17 Globemaster III durante su despegue. Corro con ... los afganos para que no se me escape la oportunidad de huir de la venganza cruel y sanguinaria de los talibanes. Nos agarrarnos a un clavo ardiendo y a cualquier saliente del gran monstruo volador. Y lo hacemos con tanta fuerza y determinación que pensamos que nada ni nadie será capaz de separarnos de las ansias de salvar la vida. En el atolondramiento de la excitación, hasta sentimos cierto placer cuando el avión se eleva hacia el cielo y miramos abajo compadeciéndonos de los que no lo han conseguido. Hasta que el aire nos atiza con más intensidad y el tren de aterrizaje se recoge para descubrirnos la realidad de unas manos sin nada que aferrar.
En mi juventud tuve la oportunidad de hacer (o de intentarlo) paracaidismo deportivo. Fue algo que no pude disfrutar por miedo. Tuve que conformarme con la experiencia de superar en cada salto el miedo atávico al vacío. Fueron saltos de intentos fallidos de dominar mi nerviosismo para mantener una posición estable en el aire que nunca conseguí. Envidiaba a mis compañeros que se mantenían varios segundos flotando en caída libre. ¿Qué sentirían?, me preguntaba. Y me acostumbré a idealizar el momento relacionándolo con un concepto romántico de liberación.
Yo no sé lo que sentirían los que cayeron al vacío el otro día desde un avión de la fuerza aérea de los Estados Unidos, o los que también se lanzaron al vacío desde las Torres Gemelas aquel 11 de septiembre. En esos pocos segundos, acaso caer al vacío huyendo del pánico también invite a sentirse libres y a despertar de una pesadilla.
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