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En la mayoría de las ocasiones la calma se identifica con la bonanza, con un periodo positivo, deseable. Y sí, casi siempre es así. Ahora que suenan tambores de guerra en la vieja Europa, la calma se confirma como el síntoma de lo deseado. Pero ... no siempre es así. Los lectores de los narradores de aventuras del diecinueve lo saben bien. Quienes disfrutaron con Stevenson, London o Salgari aprendieron que la calma chicha es perniciosa, incluso mortal.
Torrelavega vive sumida en una calma chicha insana, aburrida y yerma que perdura lo suficiente como para sentirse peligrosa y representar una verdadera amenaza. Calma y quietud que deja a nuestros gobernantes relajados en lo personal. Sumisos y recompensados en lo político. Y la tarea, entera, por hacer. El feroz centralismo que padece esta región, relega a nuestra ciudad a un plano de intrascendencia y ostracismo que mucho contrasta con su pasado emprendedor y su carácter dinámico. Baste repasar la última legislatura para ver que Torrelavega se limitó a cumplir una oscura labor de hucha para otros territorios en la que se le asignaban cuantiosos fondos para supuestos planes de recuperación industrial de la comarca que luego nunca llegaban y que, vía modificados presupuestarios, menguaban a ojos vista en favor de otros suelos y menesteres. De igual manera sucede con el traslado de las direcciones generales a nuestra ciudad, aprobado en noviembre de 2017 por unanimidad del Pleno. En contraste con los movimientos del gobierno estatal, que inicia una descentralización de instituciones, el ejecutivo regional, temeroso de enfrentarse con un municipio que aglutina la tercera parte del censo electoral, desoye el mandato, disimula, hace el don Tancredo mientras espera por Godot... Y con una promesa de presencia en listas cierra las bocas de sus ediles.
Hay quien propuso algo parecido a la claudicación definitiva, creando una suerte de metro ferroviario (anda que como para prisas están nuestras Cercanías) que hagan de Torrelavega un barrio de extrarradio de la capital, una ciudad dormida, que no dormitorio, y, de este modo, poder disfrutar a tutiplén de su apabullante oferta cultural, de ocio y de todos aquellos recursos que nunca van a llegar a nuestra ciudad. Renunciar a nuestra identidad. Dejar caer definitivamente el palacio municipal. Sin rencor, que en el Pctacan han bautizado Bisalia a un edifico puntero. Y para quien le quede un resto de portuguesismo, que no se me venga abajo, que en nuestra ciudad está el banco más grande de Cantabria. Y, si como de manera más que improbable, la cosa no se tuerce, como ocurriera con la Mina o la Ciudad del Cine, dispondremos de una piscina jurásica y multimillonarias para chapotear, previo paso por taquilla, los dos meses de verano.
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Ana del Castillo
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