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A lo largo de más de 3.700 versos, el 'Cantar del mío Cid' narra literalmente el último tramo de la vida del caballero burgalés Rodrigo Díaz de Vivar, desde su destierro en 1081 hasta su muerte en 1099. A nadie le puede extrañar, entonces, ... que la figura del Cid se difumine entre la realidad, la literatura y la leyenda.
Si hiciéramos una encuesta ahora sobre la figura del Cid, muchos de nuestros jóvenes poco nos sabrían decir sobre Rodrigo Díaz de Vivar y la mayoría de nuestros mayores se acordaría de su caballo Babieca y de la Jura de Santa Gadea, cuando el Cid, antes de convertirse en vasallo del rey Alfonso VI 'el Bravo', le pide, en la Iglesia de Santa Gadea, que jure sobre los Evangelios que no ha había tomado parte en la muerte de su hermano el rey Sancho II 'el Fuerte', como pensaban casi todos los castellanos, lo que le valdría el destierro, tras haber el rey jurado.
Y recitarían de memoria lo de «Tú me destierras por uno, yo me destierro por cuatro», sin mencionar casi seguro el 'Romance de la Jura de Santa Gadea', donde se recoge dicho acontecimiento para unos histórico, según otros leyenda, pues hay historiadores que afirman que este hecho no tuvo nunca lugar y que es un mito creado en el siglo XIII, alrededor del año 1236, que convierte al Cid en paladín de la justicia, de la verdad y el bien común.
Y no solo eso, dichos historiadores que aseveran que la citada jura fue una leyenda, consideran que el Cid Campeador no solo no dejó de honrar vasallaje a Alfonso VI de León, sino que tampoco era un infanzón de la clase humilde que llegó desde lo más bajo a ser el más noble de toda Castilla pues, según los mismos historiadores, Rodrigo Díaz era un noble de la alta alcurnia leonesa pues su mujer, la asturiana Jimena Díaz, era prima de Alfonso VI.
Y, por si fuera poco, poniendo en duda la épica batalla después de muerto y que tuviera dos espadas llamadas Colada y Tizona, afirma Rafael Monzó, que si hubiera estado en su mano tan importante decisión hubiese evitado «las cruzadas, la reconquista, y la expulsión de los judíos y moriscos», mostrándonos un Cid que en nada se parece al que en el colegio todos hemos estudiado, cuando las aulas tenían tarima, tiza y encerado.
Vamos, que nada de «que buen vasallo, si tuviera buen señor», ni nada de Campeador; en todo caso, un magnífico y desconocido Cid Conciliador. ¡Un nuevo Cid, vamos!
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