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Nuestra Constitución cumple en breve 40 años, que no es tiempo tan breve, sobre todo para ser española. Parece oportuno reflexionar sobre posibles caminos de futuro. Quiero tocar en sucesivos artículos tres cuestiones de posible modificación de normas o de hábitos, que además guarden ... relación con Cantabria. La primera es la monarquía, que pronto una serie de pseudo-referendos universitarios van a hacer objeto de sus demandas de supresión, también aquí. (La moda catalana de escenificar una votación sin que lo sea realmente parece que se extiende, como un ejemplo más del mundo 'fake' en que vivimos). La segunda cuestión será la autonómica, de inevitable actualidad. Y la tercera, la que podríamos llamar 'arquitectura democrática'.
Hoy le toca a la Corona. Algunas de las naciones más avanzadas del mundo son monarquías parlamentarias o, como se dice a veces, 'repúblicas coronadas': Suecia, Noruega, Dinamarca, Holanda, Bélgica, Gran Bretaña, Japón. La función de los monarcas es en ellas básicamente simbólica, expresión ceremonial de una continuidad social. Incluso reinos que se han convertido en repúblicas apenas disimulan su orgullo por los escenarios regios o imperiales, hablemos de París, Roma, Moscú, Berlín, Praga, Budapest o Viena. Por otro lado, todos los regímenes impresentables o problemáticos de la Europa de hoy son repúblicas.
En España, la cuestión es si la dinastía, restaurada por tercera vez (primero hubo que restaurar a Fernando VII al irse José Bonaparte; luego a Alfonso XII tras el fracaso de la Primera República; y finalmente a Juan Carlos I al morir Franco), puede consolidarse con esa función de los países nórdicos. Porque nuestra monarquía parlamentaria, iniciada como tal con la Constitución de Cádiz de 1812, ha registrado graves crisis en estos dos siglos. Estuvimos sin rey o reina entre abril de 1931 y noviembre de 1975: 44 años y medio. Sin embargo, en otros lugares la corona desapareció, como en Francia (1871), Portugal (1910), Alemania (1918), Italia (1946) y Grecia (1974), mientras que el trono español ha sobrevivido.
Posiblemente esta supervivencia se debe a que ha cumplido una misión importante en la reconciliación de finales del siglo XX y en la europeización de España, así como en la evitación de golpes involucionistas. Ha servido como facilitador diplomático con América y el Mediterráneo. Y ha respetado que sean las elecciones y las Cortes quienes determinen los gobiernos. A aquellos que culpan a la forma monárquica de una política poco inclusiva en estas cuatro décadas hay que recordarles que, si hoy existen, y son decisivas, fuerzas como Podemos, es precisamente porque el marco constitucional lo posibilita.
Con la monarquía parlamentaria se han podido realizar avanzadas políticas sociales en España, aunque aún fallamos mucho en vivienda, inclusividad laboral, y atención a personas mayores dependientes, pero no es problema constitucional, sino gubernamental. Con este régimen se han ampliado los derechos civiles, por ejemplo, en materia de no discriminación. Poner esto en duda es confundir las malas constituciones con los malos gobiernos. Estos no son culpa del jurista constituyente, sino del ciudadano votante. Al césar lo que es del césar.
Es más discutible si, en particular, Cantabria ha sido beneficiada últimamente por el hecho monárquico. Isabel II, Amadeo de Saboya, Alfonso XII y, sobre todo, Alfonso XIII, pusieron de moda Santander y acabaron convirtiéndola en una especie de capital veraniega de España. No habría desentonado en exceso la Segunda República si se hubiera cumplido el propósito de Azaña de residencia vacacional, y desarrollado más a fondo la Universidad de Verano en el Palacio Real. Pero la guerra acabó con ello, y nunca más Santander, ni Cantabria, recuperaron esa trascendencia estructural. Solo la UIMP, como heredera cultural de una parte de la alternativa republicana (la educativa), mantiene, de modo claramente insuficiente, el legado de aquella posición privilegiada.
La restauración postfranquista no nos ha aportado casi nada en esa perdida relación, salvo la disponibilidad de Don Juan de Borbón a vender al Ayuntamiento santanderino, por 100 millones de pesetas (600.000 euros de hoy), La Magdalena. El rey Juan Carlos ha tirado más hacia el Mediterráneo, y el rey Felipe sigue la estela porque es lo que vivió como príncipe. No hubiese estado de más que el Rey inaugurase siempre cada año los cursos de la UIMP, al menos en rememoración de los veraneos alfonsinos, o que asistiera regularmente a una ceremonia en Santo Toribio de Liébana para destacar el Lígnum Crucis y los orígenes de la monarquía hispánica en las rebeldes montañas cantábricas.
Cierto que el trono estuvo interesado en el proyecto de Colegios del Mundo Unidos en Comillas, que la recesión económica se llevó por delante; pero tampoco ha existido un protagonismo de la monarquía en el patrocinio de la panhispánica empresa en el viejo Seminario. Al final, los 'proyectos de Estado' donde el Estado hace mutis no salen.
Felipe VI conoce bastante Cantabria, porque la visitó durante varios días en 1999, dentro de su programa de viajes para familiarizarse con las tierras sobre las que habría de reinar. Y ha acudido en señaladas ocasiones a nuestra comunidad. Sin duda, nosotros mismos, los cántabros, no nos damos a valer lo suficiente para que nos cunda un poco más esa función representativa del Rey. Lentos para desarrollar nuestros museos de prehistoria o de arte contemporáneo; torpes para poner en valor logros como el nuevo Valdecilla o los institutos de investigación; perezosos para llevar hasta el final nuestros 'proyectos del siglo'; y desaliñados en la coordinación de nuestro patrimonio cultural, nada tiene de raro que Zarzuela no se fije en nosotros más.
Asumiendo que la relevancia alfonsina es un tiempo que jamás volverá, conviene buscar el sustituto funcional adecuado, con iniciativas de trascendencia, y generando ocasiones recurrentes para una mayor presencia del jefe del Estado. El sistema de museos en Santander, el rediseño de Comillas, e incluso algún centro interpretativo dedicado a la figura de Alfonso XIII (que no tiene por qué ser laudatorio, sino simplemente interesante), y también que el estado se tome la UIMP en serio, no solo para colocar catedráticos afines: todo esto podría servir como metempsicosis de una 'belle époque', abriendo otra nueva.
Es perfectamente legítimo movilizarse para que haya una Constitución sin monarquía, pero también lo es movilizarse para que Cantabria salga de la irrelevancia nacional a la que fue condenada un 18 de julio de 1936, sábado como hoy. Ninguna Constitución arregla eso salvo que diga que la capital de España es Santander. Tal cosa, nos advertiría el galo Abraracúrcix, «no va a ocurrir mañana».
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