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Una vez finalizada la segunda Guerra Mundial se instauró en Europa un régimen económico que, con el paso del tiempo, dio en conocerse como de ' ... economía social de mercado'. Con el mismo, el capitalismo puro y duro de épocas precedentes fue adquiriendo una pátina social que, siendo cada vez más intensa, desembocó en lo que en el tercer cuarto del siglo pasado todos conocíamos como Estado del bienestar. En consecuencia, parecía entonces que el sistema capitalista no sólo gozaba de buena salud, sino que, además, disfrutaba del apoyo mayoritario de las sociedades occidentales.
Sin embargo, en las tres últimas décadas, y no sólo en los años más duros de la reciente crisis, la situación ha cambiado de forma radical: la desigualdad en la distribución personal de la renta ha aumentado de forma ininterrumpida, hasta el punto de que el actual Estado del bienestar parece incapaz de revertir la situación. Como consecuencia de ello, muchos abominan de este nuevo capitalismo ultraliberal que, al dejar en la cuneta a una parte creciente de la sociedad, incrementa de forma brutal las diferencias entre ricos y pobres. Ello, naturalmente, ha traído consigo una polarización creciente de la sociedad, circunstancia que se ha convertido en el caldo de cultivo ideal para el florecimiento, entre otras cosas, de los populismos de uno y otro signo.
Aunque no son muchas las propuestas que se han puesto sobre la mesa para luchar contra este capitalismo desaforado, sí que hay propuestas para mitigar una de sus consecuencias más perniciosas: el aumento de la desigualdad. La respuesta tradicional, a la que se adhieren economistas tan mediáticos como Thomas Piketty, Paul Krugman y Joseph Stiglizt, y con la cual yo comulgo, sigue siendo la del aumento de los impuestos a las capas más favorecidas de la sociedad, para así ofrecer mejores servicios públicos (sobre todo, educación, sanidad y pensiones) y, en general, proporcionar mayores beneficios al conjunto de la sociedad. El problema con esta propuesta es, como ha subrayado Bo Rothstein recientemente, doble: por un lado, que no es nada fácil de implementar, pues en muchos países las mayorías políticas no lo permiten y, por otro, que aún en el hipotético caso de que se pudiera hacer, sería claramente insuficiente para modificar de forma sustancial la distribución de la renta; salvo en el caso extremo, claro está, y menos factible todavía, de aumentos enormes en la tributación de las rentas más elevadas.
Siendo este el caso, el propio Rosthsein ha abogado por la implantación del llamado, modelo ESOP (del inglés Employee Stock Ownership Plans), según el cual los empleados de las empresas tendrían una participación en los beneficios de las mismas, especialmente en la propiedad de su capital social. Pues bien, aunque en Estados Unidos este sistema lleva un tiempo funcionando y ha tenido un éxito relativo, lo cierto es que no parece nada fácil su implantación en Europa y, menos aún, que se convierta en una alternativa al sistema tradicional.
Desde mi punto de vista, tiene mucho más sentido el establecimiento de sistemas de renta mínima, consistentes en garantizar una renta mínima a todo aquel que, por su situación económica, se sitúe por debajo del umbral de pobreza. Se trata, por lo tanto, de una renta garantizada, pero sólo para aquellos que cumplan la condición citada y que estén dispuestos a participar en programas de inserción social y, si fuera necesario, laboral; en este sentido difiere del sistema mucho más ambicioso (y, precisamente por ello, mucho más difícil de implantar) de renta básica universal, ya que este, al ser incondicional y sin fecha de caducidad, conllevaría un cambio completo y radical de los sistemas fiscales imperantes. Por el contrario, el sistema de renta mínima es, ya lo hemos dicho, condicional, tiene fecha de caducidad y es compatible con el hecho de que el ciudadano beneficiado pueda estar trabajando, siempre y cuando el salario percibido (y esta es una de las atrocidades del capitalismo actual) no le permita cubrir, decentemente, sus principales necesidades económicas. Claro está que esto último se mitigaría o eliminaría si, como se plantea la nueva Presidenta de la Comisión Europea, von der Leyden, se estableciera un salario mínimo europeo del 60% del salario medio de cada país.
Ni lo del salario mínimo europeo ni lo de la renta mínima son objetivos sencillos de alcanzar. Pero, de no hacerlo, la desigualdad seguirá campando por sus respetos, con todos los impactos negativos que ello conlleva.
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Ana del Castillo
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