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Cuando se abre un periodo electoral tenemos la sensación de que entramos en una tómbola en la que se nos pone a la vista todo un sinfín de regalos, oportunidades, premios y ofertas para momentos felices.
No hay partido que se quede atrás. Pisos por ... doquier, rebaja de la carga tributaria, preciosos jardines adornando la ciudad, calles asfaltadas y aceras nuevas, ni un bache ni un socavón, paseos y paisajes; la atención diligente en la Administración y el ciudadano en el centro del mundo se nos presentan como lo más normal en cada programa, como si hasta la fecha a nadie se le hubiera ocurrido que lo que todo el mundo quiere es una solución para los problemas cotidianos que se deben sortear.
Pero todo ello se nos ha ido desvelando como un simple decorado de papel brillante que trata de atraer nuestra atención y en el que unos aducen lo que los otros no han hecho, y los otros lo vacuo que suenan las promesas de los que vienen. Un toma y daca constante que trata de escarbar en supuestas trastiendas inconfesables del adversario, en corruptelas e intenciones torcidas y en deméritos, todo con la única intención de menoscabar su valía para administrar la cosa pública.
Con el paso del tiempo, la tómbola va exponiendo cada vez regalos más variados y muchos de los aspirantes no solo ofrecen promesas de futuros logros de bienestar, sino la entrega de sus propias habilidades personales en el circo de la vida y alguna hasta ha bailado en la barra. El sufrido elector contempla incrédulo esa cercanía temporal y repentina preguntándose el porqué no se le sirve.
En una sociedad como la nuestra, en la que la crisis de las ideologías constituye una evidencia, el ciudadano, decepcionado y desarmado, se debate entre la razón, el corazón y el estómago a la hora de decidir su voto, con la esperanza no siempre puesta en que salga elegido un determinado candidato sino para evitar que llegue a meta otro de los que figuran en la parrilla de salida.
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