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En un mundo trivial y superficial, de apariencias y vínculos caducos merece celebrarse, aunque sea en el momento de la finitud, una representación contraria. Kirk Douglas, frente a la mitomanía manoseada y la mitología de lo fugaz, era uno de esos escasos monolitos capaz ... de encarnar la más invisible de las revelaciones de la vida, de humanizar lo humano, de elevar la desgarradura a la categoría de relato. Son los casos opuestos de 'Cautivos del mal' y 'El loco del pelo rojo', un juego de presencias y ausencias como el que alimenta la materia y el vacío de las grandes esculturas. Su longevidad no agranda el mito, mas bien deja en evidencia la orfandad de un sentido de entender el cine y, al cabo, la vida. El verdadero lenguaje de nuestro tiempo también ha sido forjado por la gramática de intérpretes-puentes tendidos entre sus personajes y el espectador, entre vidas ajenas y las propias, como traductores de esas miradas sobre el mundo que componen la esencialidad del cine, exenta de lo análitico y lo formal. Lo que nos fascina es que tras el físico, desde el hoyuelo al rostro casi cínico, transparentaba toneladas de verdad pese a partir de la mentira de la representación.
Lo que nos imanta del fallecido actor radica en cómo cincelaba en pétrea fragilidad, y viceversa, cada uno de sus perfiles en pantalla: desde la extrañeza a la distancia, desde la perdición al fracaso. Kirk Douglas era nuestro ídolo de barro, la marca de las emociones, el ejercicio elegante de quien exprime cada carácter con las armas de la existencia con tanto ardor como sus carencias. Hay y hubo actores mejor preparados y estrellas con mayor deslumbramiento, pero Douglas poseía esa intensidad artesanal de las personalidades que van devorando lo que nos duele o hace crecer con tanta pasión como impotencia. Trabajó con casi todos los grandes no sólo porque el tiempo lo propició, sino porque era un seguro de ensoñación y realidad. 'De camino de la horca' a 'Senderos de gloria', de 'Out of the Past' a 'Los vikingos', de 'Duelo de titanes' a 'Los valientes andan solos'.
Entre el hipnotismo y el histrionismo, entre la mirada casi salvaje y la sonrisa irónica, deja sobre los fotogramas un poliédrico campo minado de vidas que hizo nuestras. En uno de sus trabajo menos maduro pero sutilmente empático, 'El gran carnaval' de Billy Wilder –esa gran denuncia de los abusos del periodismo–, puede escucharse: «Las malas noticias se venden mejor, porque una buena noticia no es noticia». La mala noticia en este caso es esa necrológica global obligada. La buena, esa frágil eternidad de los mitos necesarios, como él, quizás como últimos asideros.
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